Una moraleja del siglo XX –enorme e irrecusable– es descreer de quienes, en política, postulan que hacen historia. Es tópico en la acción de quienes aspiran a un poder sin límites. En el siglo de los totalitarismos, brotó esa conclusión que, no obstante su fortaleza, aparece y reaparece menospreciada en diversas latitudes del planeta y en nuestro país.

Proponer esa divisa en el tema del combate a la corrupción y hacerla depender de la acción de un solo hombre es una falsedad indigna del pensamiento y la acción democráticas y de las nuevas corrientes progresivas del derecho y sus propuestas de un institucionalismo garante del Estado que se rige por aquél.

Don Norberto Bobbio, justo al tiempo que Italia salía de la pesadilla fascista, criticó a aquellos que pensaban que la política es cuestión de individualidades, de hombres y mujeres de carne y hueso. Se había sepultado a una individualidad que se autoconcibió como gigantesca para transformar al Estado y la sociedad, bajo las divisas de un totalitarismo corporativista, con partido único e intervencionista en todos los ámbitos de la vida pública y privada. A Mussolini se debe la escalofriante frase: “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado”.

Para Bobbio la conclusión es sencilla: “Los hombres, en su gran mayoría, son quienes son: las instituciones buenas revelan sus cualidades positivas, las instituciones malas las negativas. Una institución en la que los hombres se corrompen y anteponen su propio interés al público es, sin lugar a dudas, una mala institución. Ahora bien, hacer recriminaciones contra la maldad de los gobernantes cuando las instituciones no son buenas, es por lo menos tan absurdo como esperar que la divina providencia vuelva prudentes a los gobernantes sin eliminar las malas instituciones”.

Ofrecer que en materia de corrupción todo se corregirá porque llegue tal o cual personaje al pináculo del poder es, a lo sumo, demagogia, cuando no preludio de un Estado que desprecia el papel del derecho en favor de la fuerza sin límites.

La corrupción en México es un problema endémico, favorecido por la ausencia de genuinas instituciones enmarcadas en el anhelado Estado de derecho que el país reclama a gritos. Por eso, más que ofrecer grandiosos oficios, críticas moralizantes y ofertar una vida ejemplar, es nada cuando en realidad no se ofrece un rediseño de fondo, pactado y legitimado con un amplísimo consenso social, y esto, precisamente, sí convencería a los electores para ponerse en ruta de un nuevo país. Lamentablemente ningún candidato presidencial, menos los que están abajo, lo propone.

La historia, como argumento engañoso, no conduce a ninguna parte. Dejémosle a los historiadores, pasado el tiempo, la tarea de escudriñar y dimensionar lo que se hizo –o dejó de hacer– en un momento crucial de la vida de un país.

Ahora que sí vemos a esos hombres a la luz de sus historias, no tan sólo hay que descreer… sino temblar y, al alimón, disponerse a nuevos y redoblados combates.