Lo prometido es deuda: concluyo con el desplegado de la señorita Palos. Ofrecí hacerlo teniendo como telón de fondo una legendaria carta de Isaac Abravanel a los reyes católicos –Isabel de Castilla y Fernando de Aragón– comentada en el ensayo del sociólogo español Carlos Moya, Sepharad (Claves de la razón práctica, No. 255, pp. 104-109).

La epístola da cuenta de la expulsión de moros y judíos que sobrevino en España luego de la derrota de los andaluces, que tantas desgracias acarreó al reino emergente y justo a la hora en la que Cristóbal Colón partía hacia las Indias y Nebrija escribía la primera gramática castellana. Recuerdo –permítanme la digresión– que de los primeros maestros que escuché esta tragedia fue del abogado Enrique Aguilar Pérez, académico en la extinta Preparatoria y Escuela de Derecho de la Universidad de Chihuahua (que entonces tenía la decencia de no llamarse autónoma); desviándome un poquito más, para recordar que en aquellos tiempos de inicio de los años sesenta, del siglo pasado, aún se defendían y publicaban buenas tesis como la que dedicó Aguilar Pérez a la propiedad territorial en México.

Volvamos al tema: Isaac Abravanel fue un judío notable, gran financiador del Reino de Portugal y de los reyes católicos, y financiador de la Guerra de Granada, que hizo posible la victoria sobre el reducto del islam en Andalucía. Fue miembro del Consejo de Sabios de su pueblo, conocido como Sepharad desde tiempos remotos y por tanto, con portentosas raíces en el suelo del territorio peninsular. Con todo y eso, Abravanel y los suyos fueron expulsados de España mediante un ignominioso edicto que manchó la historia de ese país, generando un precedente del nazismo que vino después en el siglo XX. Según los historiadores, fue la reina Isabel la que, apoyada por el inquisidor Torquemada, inclinó la balanza por la expulsión. De paso liberaría de deudas a muchos católicos, de donde se desprende una dosis de funesto utilitarismo adicional: la aniquilación de acreedores.

Abravanel, en su memorable carta, advirtió a las católicas majestades del desastre en puerta. La carta fue fechada un 31 de marzo de 1492, con antelación al tiempo que se marcó por la Inquisición como termino fatal para la expulsión. Torquemada se salía con la suya y el edicto lo firmó, a decir de Moya, la católica Isabel y su obligado consorte. España se ponía en ruta por un camino muy distinto al marcado por hombres señeros como Pico de Mirándola, Marsilio Ficino y los humanistas de la mejor Florencia que nos legaron el Renacimiento. Los monarcas no salvaron a España de los estragos de la fe y perdieron talentos a manos llenas, y no se diga recursos financieros a una hora que tanta falta le hacía y, sobre todo, la destreza en el manejo de la operación de las finanzas.

¿Todo por qué? Por caer en el hoyo negro propuesto por un Torquemada y, a decir del propio Moya, Abravanel quedó en la historia como el autor del fármaco literario para eliminar la cancerígena toxina de Torquemada. Toxina que se sustenta en una transigencia excluyente para concluir la unidad de una patria.

Hasta aquí la historia de Abravanel; no me la deben a mí, sino al sociólogo que me la recordó, atizando añejas lecciones como las de Aguilar Pérez aquí en Chihuahua.

Al grano: lo que la señorita Palos y sus abajofirmantes quieren es que en Chihuahua y México campee el veneno de Torquemada, que no otra cosa significa pedir la destitución de una funcionaria, en el caso que me ocupa y con las circunstancias muy conocidas. Pero no sólo: exigen una disculpa pública (algo así como lo que propició el juicio a Galileo, que terminó diciendo “sin embargo, se mueve”), y después la hoguera, la intolerancia, el fanatismo, las tinieblas, la exclusión. No comprenden que el laicismo nos permite vivir juntos y en convivencia.

En otras palabras: propone que el Estado se comprometa a sostener como doctrina oficial los postulados del Grupo Pro-vida que se exponen a través de diversas máscaras. O sea, que abdique de su calidad de Estado y en particular de su laicismo y la separación de iglesia y Estado.

Exigen destituir de su cargo a la titular del Instituto Chihuahuense de la Mujer, insisto, y, además, que se disculpe públicamente ante todas las mujeres chihuahuenses. Estiman una falta siniestra el publicar algunos videos producidos por la organización Católicas por el Derecho a Decidir. Después, propondrán el Índice de los libros prohibidos y una teocracia encabezada por Torquemadas de todo tipo.

Quizá esto suene a exageración, lo reconozco, pero en el México actual son preludios, premoniciones de tiempos que pueden llegar, por padecer una profunda crisis y, particularmente, porque quienes pueden actuar desde la sociedad están hundidos en profunda lenidad.

Cuando Abravanel le preguntó a los reyes católicos ¿díganos en que destrozamos nosotros su fe?, se contestó: más bien es todo lo contrario, y brindó los argumentos, diciéndole a las majestades que estaban dando el año más vergonzoso para las Españas, la quema de las bibliotecas, la desconfianza en el poder del conocimiento, la falta de benevolencia, y la propia debilidad de la fe cristiana. Les dijo, en la memorable carta, que era la última oportunidad de tratar el tema en tierra española y de cómo los reyes estaban engrosando España a la lista de los fabricantes de maldades. Se puede considerar esta una carta con infinito coraje, lo hay, pero al final no es sino el talante, pues al decir lo que luego transcribo se pronunció lo mejor:

“Os convertiréis en una nación de iletrados, vuestras instituciones de conocimiento, amedrentadas por la contaminación herética de extrañas ideas de otras tierras y otras gentes, no serán respetadas. En el curso del tiempo el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro entre las naciones”.

Y dice el ensayista Carlos Moya: “…así fue”.

En Chihuahua no estamos para que nadie nos apalee. Palos, ni de ciego.