No sé cual sea el destino del señor Joaquín Gilberto Treviño Dávila dentro del Comité de Participación Ciudadana del Sistema Estatal Anticorrupción. Lo pertinente es que, por las diversas causas de las que se ha ocupado tanto la opinión pública, tanto como sus oponentes, es que se vaya; que deje la vacante para que se le supla por otro que, al menos, cumpla con dos prerequisitos que obligan a cualquier pretendiente de un cargo público: apegarse a la ética de la responsabilidad; es decir, practicar una moral para personas inteligentes y guardar sus convicciones personales en el clóset, ya que no son las que van a primar su desempeño, que lo obliga inexcusablemente el derecho público. No digo que claudique de lo que cree, simplemente señalo lo que debiera ser norma en esta materia y que se llama responsabilidad y respeto por el derecho.

El otro tiene que ver con la autocontención, porque el señor de marras, aparte de todo, demostró que ante la inminencia de subirse a una alfombra empezó a reconvenir a todo mundo como si se le estuviese nombrando emperador. De ahí que se insista que el poder y el micropoder enferma de manera instantánea.

Parecerá menor hacer referencia al “casamiento de maricones”, como intrascendente es su reticente explicación de por qué lo dijo y hasta el ofrecimiento de sus disculpas. Porque estas tres cosas, para su desdicha, al estar marcadas por un común denominador, hablan, en esencia, de un desconocimiento y desprecio por el derecho, por las personas y por la libertad. Por tanto, sobran razones para que, sin la alfombra roja, el señor Treviño Dávila se vaya por donde vino. Y que quede la moraleja para los deslenguados.