Es una verdad sabida que nadie escoge a su familia. A ella simplemente se llega y, como muestra, la historia, para heredar reinos y también miserias. En las sociedades democráticas no hay excepción del todo; vean ustedes cómo por todas partes las múltiples variantes del nepotismo se asoman los linajes, las líneas directas de consanguinidad –absolutamente claras en las oligarquías económicas– que dan una especie de pedigrí para arrancar con velocidad espléndidas carreras políticas.

De todo esto hay ejemplos proverbiales, tanto en el mundo como en el propio solar en el que nos ha tocado vivir. Un caso que está en la escena pública es el del hijo de Luis Donaldo Colosio Murrieta, que empieza a hacer carrera política fuera del partido al que sirvió su padre, cuya vida le interrumpió un magnicidio en Lomas Taurinas en 1994. Ese crimen, como tantos otros, ha quedado en la oscuridad. Su hijo –Luis Donaldo Colosio Riojas– no tomó la senda del PRI, ahora desea hinchar sus velas y navegar en nueva embarcación. Para él en el país se dan las irresponsabilidades, los ultrajes y las sandeces desde las instituciones y, en la plataforma de Nuevo León, aspira a ocupar una diputación local. Lo acompañan otros descendientes de políticos con padres que ya alcanzaron notoriedad.

Colosio Riojas dice estar asqueado con lo que pasa en México, que hay que cambiarlo y que eso no sucederá como por arte de magia. Indiscutiblemente que se asume como miembro de otra generación –magnífico– y al parecer no se ciega ante el mundo maltrecho que le dejó a México el PRI, del cual su padre fue líder en una de las etapas más negras de la vida nacional, con la presencia de Carlos Salinas de Gortari al timón en la Presidencia de la república. No es nada fácil lo que intenta.

Es dado a los hijos admirar a sus padres y no niego que Colosio Murrieta tuviera muchos atributos. Únicamente lo que afirmo es la dificultad para mover el bisturí y olvidar que el político sacrificado fue uno más en el elenco del autoritarismo que azota al país con represiones, injusticias, corrupción y fraudes electorales descomunales como el de 1988.

Hay una muy delgada línea que demarca la frontera entre el amor filial, la historia verdadera y el arte de medrar. Y por cierto, también la no exigibilidad de otra conducta.