Nada podía intentar para su defensa. Frente a frente del que se asume rey del universo, su debilidad era una prueba de que la creación fue injusta, una evidencia de que Dios se equivoca y su imperfección contumaz porque tampoco corrige lo que hizo mal. Para Él sería tanto como derruir su tarjeta teológica que lo presenta como infalible.

Que ella era inteligente nadie de los que la conocimos lo puso jamás en duda, era una pretensión destinada a alcanzar el reproche de lo falso, de lo que no es claro y distinto diría René Descartes. Su voluntad firme corría en paralelo a su talento instintivo, sin llegar a la necedad. Se presentó en mi casa para quedarse y mitigar la soledad. La soledad de ambos. De inicio se instaló de noche en un rincón de mi patio donde brilla un poema de Jorge Luis Borges copiado sobre madera pulida, barnizada y contornos en oro. Si acaso leyó al genial argentino, se sintió invitada instantáneamente: “El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa” y, al menos fue a sus ojos indigna de desprecio.

Ahí persistió, pocas veces se atrevió a ingresar a las habitaciones de la casa, a la sala, a la cocina. Sabía que una veda imperaba. No le importó nunca, llegó para quedarse y poco, nulo, era el ruido que provocaba. Sabía de los afanes de la casa y cuando veía que todo estaba dispuesto para comer, con su mirada imploraba y con su manecita tocaba la puerta de vidrio con evidente solicitud. Lograba su propósito y procuraba no causar estropicio alguno y, rigurosa mantenía limpia, esplendente, su preciosa estampa. En derrededor de ella no había desperdicios, mancha alguna. Acicalarse era tarea que emprendía una y otra vez y su figura –fina, brillante, con sombras donde se necesitan– era impecable, linda, bella. Ojos de sueño, refulgentes y claros.

Ella, en tiempos remotos, no fue habitante de estas tierras. Su estirpe viene de lejos. No sé quién le implantó aquí, un lugar extraño a su origen. Era seguro que, además, no tenía noción del tiempo y quizás tampoco de la muerte. Aunque no es infrecuente, por lo que he visto, que ante la misma no deje de arrendarse y contorsionar su cuerpo, nadie que yo sepa nos ha explicado esto y eso es un déficit del conocimiento.

Muy poco le faltaba para vencer e instalarse a placer, con plenos derechos, en mi casa, en todos sus sitios. Porfiaba, su personalidad si podemos llamarla así porque le son extrañas las mascaras, la hacía altiva y no le importaba quedar bien con nadie. Actitud extremista si tomamos en cuenta que había llegado para quedarse y su tesón le decía que estaba apunto de lograrlo.

Jamás lo dijo en su lengua sutil, no del hombre y la mujer, y no porque fuera muda, pero se entendía que su lema de vida era un verso de José Emilio Pacheco: “Nunca dejes que nadie te desprecie” y seguro estoy que moriría antes de permitirlo. Y murió.

Su vida terminó de la peor manera inimaginable, fue indigna. Sus restos los recogió un vecino, los guardó finamente en una bolsa de nylon, hermética, y el camión de la basura al día siguiente la trasladó al relleno sanitario. Es probable que su cuerpo llegó a la celda de materiales orgánicos, ahí encontró su tumba. Adiós gata, lo digo con acendrada gatidad. Si hay cielo para ti, allá estará tu alma, así lo creo. Mi patio ahora, a las cinco de la mañana de este otoño, es un desierto sin tu mano tocando el cristal que cancela el paso a la casa. Me faltó la buena y oportuna virtud, a mi de nada me sirvió leer la poesía de Pacheco, no me hizo consiente, no me armó de paciencia y sensibilidad. Adiós gata.

* * *

(Aclaración y poema. Aquí se habla de una bella gata persa, embarazada, que sólo le faltó hablar el lenguaje de los hombres. ¿Por qué? Para implorar por su vida en este planeta, que es de ella al igual que de todos los seres vivos, incluso posee el derecho y el mejor título para prescribirlo, pero jamás se lo disputaría a nadie. Es una pena aterradora, que una pequeña horda de “seres humanos” la hayan atrapado, atormentado en una parrilla con carbón convertido en brazas y la hayan ahorcado para despojarse de ella tirándola a la calle miserablemente. ¿Qué tienen que hacer los animales para que los respetemos?, ¿hasta cuando supuestos reyes de la creación continuarán asumiéndose como superiores sin más “argumento” que la sinrazón? ¿Es que la fama que les hicieron a las gatas de poseer la condición diabólica sigue causando estragos? Así me lo parece.

Bien se dice que el hombre tiene el privilegio de lo absurdo. Es el único ser que realiza incesante hechos absurdos. Ninguno más.

 

* * *

 

Gatidad

 

La gata entra en la sala en donde estamos reunidos.

No es de angora, no es persa

Ni de ninguna raza prestigiosa.

Más bien exhibe en su gastado pelambre

Toda clase de cruces y bastardías.

Pero tiene conciencia de ser gata.

Por tanto

Pasa revista a los presentes,

Nos echa en cara un juicio desdeñoso

Y se larga.

No con la cola entre las patas: erguida

Como penacho o estandarte de guerra.

Altivez, gatidad.

Ni el menor deseo

De congraciarse con nadie.

Duró medio minuto el escrutinio.

Dice la gata a quien entienda su lengua:

Nunca dejes que nadie te desprecie.

José Emilio Pacheco)