Padecemos una clase política miserable. En todo el país podemos encontrar cuanto botón de muestra se quiera. Chihuahua, en estos días, ha lanzado al espacio público a tres especímenes de esta penuria. En apariencia, tienen filias políticas diferentes, en la realidad son de la misma estirpe de funcionarios de los que cualquier gobierno, honrado, se avergonzaría. Aquí no, al contrario, aquí se les premia.

Con motivo del derrumbe parcial en las instalaciones del aparato de justicia en Chihuahua, han salido a luz dos personajes del duartismo que ahora nos vienen con narrativas que buscan lavar sus imágenes a cualquier costo. Se trata de Gabriel Sepúlveda y José Miguel Salcido, ambos unidos por el paisanaje con el siniestro César Duarte.

Ambos callaron en la oportunidad en que sus palabras habrían cobrado relevancia en relación a la construcción de la llamada Ciudad Judicial. Ahora, frente a los hechos consumados y cuando ya no se corre ningún riesgo, sino al contrario, se pueden esperar beneficios, vienen con las leyendas similares a aquella estrofa del corrido de Rosita Alvírez (“…su mama se lo decía…”) y con ese talante Gabriel Sepúlveda señala que en su tiempo le dijo a Jaime Herrera que “no iba a recibir el edificio”; a su vez Salcido nos viene con el cuento de que “las fallas se presentaron desde el inicio”.

Los grises personajes fueron cómplices de principio a fin de las atrocidades del duartismo y se les pagó bien y generosamente: al primero -Sepúlveda- se le hizo diputado local, luego secretario general del Tribunal Superior de Justicia como pago a su defenestración cuando se le canceló su carrera hacía la presidencia municipal de Parral, misma que se entregó al traidor Miguel Jurado, para luego hacerlo magistrado y de ahí -en vertiginosa carrera- presidente del tribunal señalado. Al otro -Salcido- no le fue mal, de inicio había hecho una carrera con apoyo panista en los órganos electorales, luego se le hizo magistrado, de ahí brincó a presidente, para saltar a la Secretaría de Educación, a la que pretendió regresar a su cargo de presidente y del que salió, literalmente, a mosquetazos propinados por su jefe.

Se trata de dos compinches de Duarte que están en deuda con Chihuahua y que de ninguna manera se les debe dar por blancas palomas ahora que quieren mimetizarse al menos para moverse en sociedad y con mayor ligereza en los bailes del club.

Sepúlveda, continúa como brazo del duartismo, incluso tiene en sus manos asuntos de los que debiera excusarse en razón del conflicto de intereses, pero nunca se le han pedido tunas al nogal.

En el caso de Miguel Salcido, que acostumbra cambiar de traje político con frecuencia, no le resulta difícil ponerse la mascara del traidor: con banderas azules llegó e hizo carrera en las instituciones electorales –recordemos que era socio del bufete del panista Arturo Chávez Chávez–, hoy patrocinador de la causa de uno de los contratistas defraudadores que mal hicieron el edificio maltrecho al que me he vengo refiriendo. En otras palabras, Salcido cuando habla con César Jáuregui Robles lo hace con un viejo camarada. Así de indigente es esta clase política.

Y pasemos al bochornoso caso del secretario de salud Ernesto Ávila, médico de profesión y sardo de actitudes. Se trata de un funcionario arrogante, renuente a la audiencia, que se deja llevar cuando se trata de adquirir un bono inmerecido legalmente y no se diga en tiempos de decretada austeridad corralista y que frente a la crisis que se padece en los servicios médicos del estados, y particularmente en la zona serrana sustraída al orden gubernamental, tiene respuestas propias del peor lenguaje castrense, de barraca, cuartelero. Frente al reclamo de la protección a los médicos no tiene más palabras que decir que los secuestrados “se los llevan, pero los regresan; no hay problema”. Y luego, también como militar reculón afirma: “yo no puedo dar seguridad, ¿qué voy a hacer, voy a estar cuidándolos?”.

Estos son, han sido y continuarán siendo, componentes de gobiernos miserables. En mi pueblo les llamaban destartalados.