Al entrar a las instalaciones y oficinas del Poder Judicial Federal, en especial donde despachan los jueces de distrito, se lee una frase calzada con el nombre de don José María Morelos y Pavón. En síntesis se dice: quien padezca un agravio, que encuentre un juzgado que lo ampare. La idea viene de primeros años, cuando México avanzaba con un liderazgo firme y talentoso, hacia su independencia política, para dejar atrás el colonialismo español de tres siglos.

Siguiendo el ejemplo de Norteamérica y de la Francia revolucionaria, se dictó en Apatzingán una constitución llena de ideales y propósitos, entre ellos el de una ansiada justicia que acabara con el abuso del poder y restañara los agravios prácticamente cotidianos que se padecían. Sabemos que ha pasado mucho tiempo y esa vieja divisa del insurgente no termina por tener vigencia plena.

Es cierto, tenemos tribunales de amparo, pero eso no es sinónimo de una justicia completa, particularmente cuando entra en juego el tema de la putefacción que le da contenido a nuestro régimen de corrupción e impunidad prohijado por una partidocracia atenta de sus proyectos de poder y lejana de los más sentidos intereses de la sociedad y sus ciudadanos.

El amparo mexicano, en la construcción del cual participaron hombre notables de diversas inclinaciones políticas, es una institución que se presume a diestra y siniestra. La máxima aportación de México al mundo del derecho, dicen algunos. Cuando pronuncian la palabra amparo se les llena la boca de orgullo y, casi casi, se da a entender que sin él no habría Estado de derecho en México. Cada vez estamos más lejos de que eso sea cierto, sin dejar de reconocer que es una herramienta protectora de garantías y derechos, pero cada vez más vilipendiada por jueces que arrastran la toga ante el dinero y el poder y por un burocratismo y galimatías que hacen de las sentencias mucho fárrago y poca miga esencial. Sé que esto puede causar alguna gritería, pero es una realidad de la que muchos abogados se duelen en privado, apretando los puños entre las bolsas de su ropa.

Con todo y todo, cuando en las luchas cívicas se apuesta por el derecho para evitar el desbordamiento en la violencia, no es infrecuente que se recurra a la demanda de amparo para remediar caminos torcidos que el poder adopta, en especial cuando se involucra el tema de la corrupción. En esta coyuntura el escándalo Odebrecht es sinónimo de que el amparo se quiere bloquear para que la impunidad permanezca. No escribo de cualquier asunto, escribo de este que duele y tiene que ver con un ejercicio del poder de espaldas a la nación.

El que esto escribe planteó una demanda ante un Juzgado de Distrito en Materia Penal de la Ciudad de México, exigiendo el amparo y protección de la justicia federal e indicando con claridad que la Procuraduría General de la República es responsable de un acto concreto y evidente. Se trata, sencillamente, de que han transcurrido más de tres años de interpuesta una denuncia penal contra César Duarte, Jaime Herrera Corral y Carlos Hermosillo Arteaga, por la que se ha integrado un voluminoso expediente y, a mi juicio, demostrado la comisión de delitos que afectan al interés público de la sociedad chihuahuense y no se ha obrado en apego a la legalidad constitucional que dispone que la justicia debe ser rápida y expedita. Tres años son tiempo más que sobrado –mucho más que sobrado– para actuar.

En mi opinión, se trata de un caso que hace mucho debió haberse concluido, incluso sin prejuzgar en qué sentido. Pero no. El gobierno de Enrique Peña Nieto ha protegido a los delincuentes, los ha hecho intocables y ha contribuido a eso la deplorable omisión de Javier Corral de desentenderse de una denuncia que en su tiempo consideró “robusta y soportada en un arsenal de pruebas”.

El amparo es muy sencillo de entender y atender, pero se le quiere perder en los vericuetos del burocratismo y la chicanería. Se trata de una investigación madura que en sí misma merece llegar a los tribunales competentes. Pero en sí la demanda de amparo no se excede en sus posibles consecuencias, que son tres: se consigna a los tribunales solicitando la aprehensión, se archiva por no tener sustento, o finalmente se reserva para seguir avanzando años y años para demostrar lo que a todas luces es evidente.

Sintetizando: con el amparo que comento lo que se le quiere decir a la PGR es: te ordeno que ya hagas lo que procede, que tres años son algo más que suficiente para tener una conclusión en una temática que, aparentemente, es compleja, pero que tiene una sencillez a todas luces demostrable en materia de un enriquecimiento que ya no se pudo explicar, un conflicto de intereses que comprende hasta un niño de pecho y el desvío de fondos para patrocinar los intereses privados de un trío que se redujo a dúo porque el azar –¡ah!, el azar– así lo quiso.

El próximo jueves 16 de noviembre de 2017 se celebrará la audiencia constitucional en el amparo solicitado. Llegaremos con nuestras pruebas y alegatos, seguros de que ahí encontraremos el cartelito con la leyenda del valeroso insurgente Morelos; aunque sabemos que la casta de los juristas que hoy pueblan buena parte del aparato judicial federal está hecha con la madera de los Bernabé Jurado, el auténtico abogado del diablo, corrupto y rapaz hasta el exceso, depravado y vicioso, que sin embargo se amamanta en los pechos privilegiados del poder, según la novela de Eugenio Aguirre llamada El abogánster.

¿Terquedad? Sí, por tratarse de una justicia para todos. Ya la ganamos, ya la merecemos.