Sinceramente no espero que en el futuro Javier Garfio publique sus memorias, a partir del ejemplo del carbonario Silvio Pellico que publicó Mis prisiones. Lejos está el de Balleza de ser una vida paralela a la del italiano. Pero si llegase a realizarlas y darlas a la imprenta, seguramente arrojaría detalles muy importantes de la historia reciente de Chihuahua. Ayudaría si fuesen verídicas y sensatas, una luz más fuerte sobre el talante de una tiranía, corrupta y corruptora, que se apoderó de las instituciones de Chihuahua para dedicarse a una orgía de atropellos y desmanes.

No espero que esto suceda, y me coloco ahí a partir de observar el miserable talante que exhibe el ex-alcalde a medio año de padecer su cautiverio y que la prensa dice lo agobia con ansiedades y depresiones que lo sacan de la celda, para llevarlo a la enfermería. El propósito es más que obvio: quiere ganar la calle y de ahí enrutarse a la impunidad. En un país como México no sería ni la primera ni la última vez que esto aconteciera.

Con toda sinceridad lo digo: como insurgente contra la corrupción no deseo para mi adversarios más que el castigo que disponen las leyes, y decretado, respetando rigurosamente el debido proceso. También que regresen al erario, y de ahí a bienes públicos, lo que robaron traicionando a la sociedad, desfigurando las instituciones y a sí mismos como ciudadanos y miembros de una comunidad para la cual es evidente que ya se ganaron el estigma de estar en el lado oscuro, donde el latrocinio y el abuso de poder son los códigos propios de un crimen organizado que lacera al país entero.

Vale decir que a pesar del coraje y la indignación que padecemos miles de chihuahuenses por la historia reciente que emblematizó César Duarte, se sigue apostando por las herramientas del derecho y no por la venganza ni por la ley del talión. Pero eso no debe tomarse ni como lenidad, ni como blandura, menos cuando se pretende por la vía de provocar la piedad en favor de los corruptos para que gocen de privilegios muy propios de la clase política.

De unas semanas para acá, la nota periodística sobre Javier Garfio es que está deprimido, que padece ansiedad, que ha perdido peso, que se la pasa encerrado en su celda, que sufre, que tiene que hospitalizarse o visitar frecuentemente la enfermería del penal. No dudo en lo más mínimo que en efecto padezca esos estados, pero me pregunto si acaso es el único que tendría derecho a ocupar las primeras planas de los periódicos con sus padecimientos. Pienso que ni teniendo una vocación monacal acendrada se puede vivir a gusto en cautiverio, sin libertad de movimiento. Pero también sostengo que contrastando la trayectoria del Garfio de la vida pública con el Garfio prisionero saltan los contrastes. Libre, y en la etapa de oro de su complicidad con Duarte, se movía con paso de torero después de haber cortado orejas y rabo; era ordinariamente altivo y soberbio, gritaba y amenazaba, veía por encima del hombro, hacía negocios, buscaba la gubernatura del estado de Chihuahua y, engreído, jamas pensó que el brazo de la justicia lo iba a alcanzar.

Lo recordamos espetando a las victimas del AeroShow, que él no traía una chequera en sus manos para resolverles sus problemas; también lo vimos regresando intempestivamente a la Presidencia municipal de Chihuahua que le dejó temporalmente al gángster Eugenio Baeza Fares. Así estaba en el imaginario, como el actor de temple, por tener poder. Pero el hombre revela lo que es precisamente cuando es tocado por la adversidad.

Cuando esto sucedió al cómplice de César Duarte, apareció el alfeñique: en lugar de fortaleza, pusilanimidad. En lugar de serenidad, ansias patológicas; y si bien la felicidad era imposible, la depresión debía sofocarse, así fuera con una pildorita más de Tafil. Sé que existencialmente todo lo podemos explicar y –por qué no– hasta justificar por las debilidades humanas. Pero la cobardía se consagra en este caso en la persona del traidor a su pueblo, pueblo al que sigue defraudando porque prácticamente le está gritando “apiádense de mi, sáquenme, no lo merezco”. Pero antes no fue así, su ruta era otra y bien conocida. Vivía en un paraíso con convicción de que jamas lo perdería. ¡Tengan en cuenta esta experiencia, corruptos!

Todos sabemos que Garfio jugó a las canicas durante su infancia ballezana con César Duarte, que trabó con él una sólida amistad, como aquella que cuenta el corrido Los dos amigos, que cantan los Cadetes de Linares. En sus andanzas no les gustaba “andar dioquis”. Garfio, por cuestiones de grado, lo que debía realmente tenerlo con malestares en su estancia en la cárcel es la libertad de César Duarte. De eso debiera hablarnos, no de mendigar piedad y empedrar así su libertad.

Yo no espero, en estos juicios, que los corruptos aparezcan frente al pelotón de fusilamiento sosteniendo una pulgada de la ceniza del cigarro que tienen entre las manos. No es necesario. Pero sí creo que quien tiene temple –y eso sólo lo da una buena vida– no andan con estas flaquezas que sólo exhiben más y más miseria humana.

¿Rencor? No. ¿Franqueza? La suficiente. Y sólo un deseo: que en estricto acatamiento de las leyes y con un debido proceso se finquen las responsabilidades, se castiguen y se recuperen bienes para una sociedad desvalida. A dar lástima a otra parte.