¡Ábrete Sésamo! Quiero salir.

—S.J. Lec

 

Un delincuente con un adarme de sensatez conoce su historia, sabe los riesgos que corre por sus acciones y conducta, y a la hora de la hora que se actualiza la justicia la encara, ni más ni menos que con dolor y naturalidad. Pero hay de criminales a criminales. A la hora de ejercer su defensa o prepararla de la mejor forma que está a su alcance, o cae en la falsedad y escenifica teatro barato, o se dispone a asumir, en acto, la moraleja del refrán “a lo hecho, pecho”. Esta nota la dedico a valorar una especie de línea que ha trazado César Duarte para asistirse legalmente en su descargo, a lo que tiene derecho como cualquier otro que pueda ser alcanzado por el brazo de la justicia. Se toca el tema de la personalidad de este tipo de políticos.

Cuando era gobernador –en realidad un simple cacique sexenal– la soberbia y arrogancia lo caracterizaban. Se comportaba con altivez sobrada, hasta en sus gesticulaciones se hacía pasar por un intocable. Creo que en alguna ocasión hasta dijo que viviría tranquilo en Parral donde bebería sus infusiones de aromático café. El mundo podía rodar, convulsionarse; la marea podía subir y encresparse el mar, pero él firme al timón navegaría a su destino limpio, sin mancha, impoluto. Pero esa actitud porfiada, de seguridad de actor que sostiene el cigarro con toda la ceniza frente al pelotón de fusilamiento, se vino abajo tan pronto salió del palacio y dejó de ser gobernador, con guaruras, vehículos blindados, chequera libre y siervos a su lado; es decir, cuando perdió la horca y el cuchillo que presumía con destreza. Y cambió su talante. Pero no se piense que está urdiendo simplemente dar lástima o allegarse una benevolencia sin costo. No es así.

El Parral que le gustaba “hasta para morir” lo olvidó y se dio a la fuga; huyó, optó por autodesterrarse, entró en pánico porque vio que el brazo de la justicia podía alcanzarlo, aunque está consciente de que hay una impunidad en este régimen que puede permitirle hacer viejos huesos fuera del territorio nacional, o en este, si el partido de estado llegase a continuar en el poder, o su compadre Raúl Cervantes como fiscal, lo que se ve remoto.

No lo menosprecio. Una parte de su inteligencia le da un rango de astucia para continuar obstruyendo la justicia que sabe que tarde o temprano lo va alcanzar. Hasta ahora, y no obstante las versiones que llegan sobre su posible estancia en un manojo de lugares, se afirma que está en territorio de los Estados Unidos de América, que no es un dreamer allá y ahora; que allá puede comprar impunidad obteniendo una residencia o una visa de empresario que gastaría el dinero y los bienes que les robó a los chihuahuenses. Sabe que una posible vía para traerlo acá es la extradición y que la misma se traba cuando se adquiere y demuestra la calidad de perseguido político. Pero él no es un perseguido político, es un político al que por corrupto se le quiere echar el guante, al menos por una ciudadanía que no quiere que los desmanes del sexenio pasado queden sin el castigo que las leyes establecen y, preponderantemente, que se rescate el patrimonio robado para destinarlo a la satisfacción de necesidades públicas.

Pero el tirano de ayer es el meloso de hoy, el hombre que sin vergüenza alguna ha comparecido ante las instituciones para victimarse, para afirmar que “alguien” las quiere violentadas, sus derechos humanos conculcados. ¡Qué miseria! Torvo, se ampara aduciendo que las autoridades competentes lo quieren incomunicar, torturar y otras lindezas que no tienen sustento.

Si sus bravuconearías las tradujera en actos, voluntariamente se entregaría para que se le juzgue. Pero eso ni en sus sueños ni en sus pesadillas sucede. ¿Cuál es el fondo, entonces, de esta orquestación que realiza para presentarse como una víctima y no como el peligroso delincuente que es, a los ojos de la ciudadanía de Chihuahua y el país? Esta pregunta tiene una respuesta posible y ya se sugirió: construir una escenografía en la que el ocupe el lugar de una victima política, un perseguido de esa índole y, entonces, tener elementos para decirse agraviado y continuar obstruyendo el ejercicio de la justicia penal, indispensable para que Chihuahua cierre la herida que él abrió valiéndose de una cáfila de descastados, dentro de los cuales figura con muchos fueros Jaime Ramón Herrera Corral, cerebro con conocimientos bancarios que ayudó a vertebrar una red de corrupción que pervirtió las instituciones públicas de Chihuahua.

Lo que hace Duarte en dirección de lo que he escrito no es nada nuevo. Los dictadores y los tiranos suelen tener una personalidad fuerte cuando todo lo tienen a su favor, pero una vez que se ven despojados de sus privilegios y poderíos se tornan miedosos, temerosos hasta del vuelo de una mosca, y como hemos visto en infinidad de dramas llevados al cine, hasta se suicidan porque no es nada leve y soportable el ser un tirano hoy y un prófugo después, condenado, si al final evade la justicia, a ser un ente errante, sin raíces, porque no tuvo la entereza de tributarse a sí mismo lo que es la dignidad de la persona. A contrapelo de lo dicho, también reconozco que hay delincuentes que reconocen ante su juez sus faltas, ofrecen las reparaciones a su alcance y hasta donde se es posible se reconcilian con la vida. No es el caso.

Duarte quiere construirse una historia a modo de perseguido político, imposible del todo. Aquí, allá y acullá sabemos quién es y no lo olvidamos.

Recordando al autor del epígrafe: Duarte quiso andar en el candelero, lo logró por una temporalidad que concibió eterna, pero ahora se resiste a colgar de las farolas.