Fui testigo. Ayer, miércoles 6 de septiembre, un poco después de la hora del ángelus, en compañía de un exrector de universidad pública, bebía un excelente café capuchino en Kaldi, de la calle Victoria de la ciudad de Chihuahua. A la sombra de lo que queda del Casino de Chihuahua –hecho por el gobernador porfirista Creel–, se presentó una escena prototípica de las que se narran en Los miserables de Victor Hugo.

Un policía municipal de María Eugenia Campos Galván, entrado en años, regordete, calvo, sudoroso, agitado y uniformado de azul, gritaba órdenes agresivas y violentas a un grupo de jóvenes, menores de edad, a los que mandaba cual si fuera un pelotón de la leva. Era un racimo de adolescentes, mayoritariamente varones, algunos con mochilas al parecer de escuela, a los que se obligaba a marchar, correr, hacer sentadillas, abdominales y a contestar o no a las preguntas del gendarme.

–¿Se van a portar bien?

– ¡Síííí!

–¿Lo van a volver a hacer?

–¡Nooo!

–¿Se van a portar bien en su casa?

–¡Sííí!

– ¿Están arrepentidos?

–¡Sííí!

Las respuestas parecían una burla a las ridículas preguntas, quizá sacadas de algún manual de correccional del porfiriato.

Fue una escena grotesca. Después de cada interrogatorio, se ordenaba una disparatada rutina de sentadillas o lagartijas y el policía se regodeaba de su poder sobre los jóvenes; disfrutaba, humillaba.

Sobajaba a los jóvenes y disfrutaba de hacerlo a la luz del día y sobre todo por aplicar los supuestos correctivos degradantes en público. Exhibirlos, ponerlos a los ojos de los que transitaban por la calle; pretendía conquistar el escarnio colectivo. El policía disfrutaba de su trabajo, seguramente en el parte que rendiría le acarraría algún beneficio, mérito, o al menos unas palmaditas en la espalda. La policía cree que puede hacer esto a los jóvenes sin importar ninguna ley, norma o reglamento, más si sopesa que por la condición económica no habrá padre o madre que reclame; la condición social aparente se lo dice todo. Actúa además –insisto, fui testigo– dando un trato discriminatorio: la mayoría de los agredidos se advertía fácilmente que eran de extracción humilde, y eso inspiraba confianza en el atrabiliario aprendiz de genízaro.

¿Qué pasa? No tengo dificultad alguna para reconocer que en la calle se cometen faltas a la ley y de diverso grado, desde delitos hasta simples desacatos al Bando de Policía, pero es evidente que una autoridad policiaca debe ajustar sus actos a lo que dispone la ley, no su limitado entender, como se pudo ver por la calle donde remata un supuesto corredor escultórico que riñe con el buen gusto y la estética. Hay un evidente abuso policial: como te ven te tratan.

En todo esto un incidente me reveló el talante de la Policía Municipal. Un transeúnte, también testigo presencial, sacó de su bolsillo el celular y tomó fotos. El gendarme, que creía que se lucía brillante a la luz del día, con voz de trueno lo reconvino, señalándolo con el dedo índice: “¡Tú, borra la foto!”.

El columnista César Ibarra, que fue testigo también del hecho, tomó fotos y las divulgó. Se preguntó en público si ya había una dictadura o qué.

Terminamos de beber las tazas de café. Nos enrumbamos con dirección al Palacio de Gobierno y en el camino volví a ser testigo de otras detenciones contra gente desvalida.

Me parece que al gobierno municipal le estorban los pobres, los condenados de la tierra, los que seguramente no quisieran estar en las chanclas sobre las que descansan sus fantasmales presencias, propias de un infierno para el que no nacieron

Sí, los miserables en Chihuahua.