“…encontrar la salida de este gris laberinto…”

A mi buen y querido amigo Oscar Klassen que ya no está. Una mañana dio like a uno de mis textos como una despedida silente. Acostumbraba iniciar y terminar el día con poemas profundos, quizá efímeros.

Ian McEwan es un escritor inglés vivo con gran renombre. Sus novelas han evolucionado sorprendentemente hasta llegar a la que lleva por título La ley del menor. Antes gustaba del tabú, el sexo, las desventuras terribles de “occidente” y ahora, como todos los grandes, paradójicamente, es el de sus primeras letras y el de las últimas y un conjunto integral al momento de hacerle evaluaciones y balances, al gusto de los muchos críticos que pueblan periódicos, revistas y sesudos ensayos académicos. He de confesar que La ley del menor no está dentro de las que más le aprecio; empero, por mi formación jurídica, me llamó la atención porque narra parte de la vida de una imaginaria magistrada del foro inglés –Fiona Maye– que frisa los 60 años, casada con Jack, un hombre que empieza a sufrir el hastío del matrimonio (Balzac estudió el fenómeno bajo el concepto de fisiología de la vida conyugal) y le pide una especie de tregua para probar nuevas emociones con una joven llamada Melanie, estudiosa de la estadística y que sin duda alguna despertó emociones amorosas a Jack, y obsedía recordar estas frases: “otras mujeres empalagan / los apetitos que sacian; pero ella los despierta / cuando más los satisface”.

Jack hizo la petición sin sospechas, él abrió el tema; dijéramos pidió la anuencia de su consorte que se negó rotundamente principiando una fase de su vida en la que inició a verse vieja, descuidada por el trajín cotidiano que se vive por una funcionaria judicial, siempre atenta de casos que ameritan justicia en una sociedad cada vez más compleja como la del Reino Unido, multicultural como buena parte de Europa continental. La abogada llega a la edad de las preguntas que atormentan, del qué hice y qué no hice en la hora crucial cuando la vejez se enruta hacia el final. De sobra está decir que Fiona sacó de la tradición el modelo matrimonial y se inició una etapa en la que la afasia (dejar de hablarle al otro con el que se vive cotidianamente), cambiar de cerraduras a la casa para que el marido no tenga acceso, siendo estas las herramientas muy conocidas y universales en las relaciones de pareja: “Tenía un concepto rígido de lo que era convencionalmente correcto”. Pensaba que lo que perdía no era a su gran amor, sino “una forma de respetabilidad”; no había en su diccionario la palabra transacción, tolerancia, flexibilidad, y si intentaba su esposo regresar a casa, para ella el dilema era: “si se queda, la humillación; si se iba, el abismo”. Fiona, que tenía en su patrimonio cultural e intelectual una larga carrera judicial en la que había demostrado que los tribunales son instituciones de derecho, no de moralidad y que tenía la experiencia, la resolución de casos interculturales de magnitud insospechada, ahora puesta a prueba se ve –en el abandono planteado– como un simple y posible objeto de la compasión, una virtud bajo sospecha, de acuerdo a la opinión del filósofo Arteta.

Fiona es una mujer culta, con carrera judicial sólida, aficionada de muy buen nivel a la música clásica y ejecutante de la misma. En ella están presentes los infaltables Schubert, Mahler, Berlioz, Jarrett y el gran Thelonius Monk, además la poesía que siempre llevó a su arte, Goethe en particular. Su sagacidad fue la que le cultivó en su carrera judicial y los hechos notables en los que a ella le tocó dictar sentencia en conflictos que laten en la modernidad avanzada, pero que conviven con el tradicionalismo extremo de los judíos y, en general, el multiculturalismo. Un caso tiene el papel central: el de Adam Henry, con un poco menos de 18 años de edad, lo que formalmente lo ubica como menor, Testigo de Jehová por tradición familiar y afectado gravemente de una leucemia de la que únicamente puede curarse si se le aplican los procedimientos tradicionales con fármacos y, particularmente, con transfusiones de sangre, a lo que se opone la lectura de contenidos bíblicos que se supone las prohíben. Con esas convicciones simpatizan a ultranza los padres de Adam y los venerables ancianos de esa confesión fundada en 1870 por Charles Taze Russell. Tanto el menor como sus padres estaban a la espera de la decisión de Dios, la que fuera y, previsible, la muerte.

El hospital y el médico que intervienen en la atención del menor enfermo, apostándole a la ciencia, la experiencia y el profesionalismo, discrepan de la decisión familiar y creen poder salvar de su padecimiento a Adam. El obstáculo es que el menor no puede tomar la decisión, reservada a los mayores, a los padres o a los que ejercen la patria protestad. La letra muerta de la ley dice que es menor y tiene vedada la autorización que correspondería expresar por escrito a padre y madre, opuestos, desde luego. Pero hay una alternativa, los tribunales pueden suplir las voluntades y es así que el caso llega a manos de Fiona como un asunto de urgente resolución. La vida de Adam se puede apagar en unos cuantos días. Si no se transfunde morirá de manera inexorable. Fiona hace escrupulosamente todos los trámites, se traslada al hospital, conversa con Adam y se percata de las circunstancias de la enfermedad y a la vez la afición del joven por el violín y el canto y sobre todo su amor a la poesía. Esto hiere los afectos de la magistrada. Se dicta sentencia definitiva: el juzgador sustituye la voluntad del paciente y la de sus padres y, hecho el procedimiento, Adam logra sobrevivir, continuar sus estudios y alcanzar gran fortaleza. Ahí se cerró una etapa: “lo protegió de su religión y de sí mismo”. Adam lo reconoce después, su religión es un veneno y la magistrada fue su antídoto.

La vida marital continua en el desasosiego, pero Jack optó por regresar al viejo amor, a su matrimonio, seguramente sin haber intentado profundizar con la joven Melanie. Aquí el lector puede suponer que todo quedó en un intento, en un deseo. Un día regresa a la casa, se percata de que las cerraduras han sido cambiadas y persiste en su afán de entenderse de nuevo con Fiona. Comprendió que una larga vida en pareja, que se inició bajo un profundo enamoramiento temprano, podía cristalizar para bien, no obstante que jamás habían procreado hijos o hijas que los ataran.

En medio de la historia y en un viaje judicial que realiza Fiona, Adam fue, impertinentemente, a su encuentro, le entregó sus poesías, le expresó la felicidad de estar vivo y su deseo de estar al lado del matrimonio descompuesto. Intenta un intercambio epistolar frustrado. Producto de la casualidad y quizá del magnetismo del amor, se dan un beso casual y se separan. A Fiona le atormenta que alguien haya llegado a registrar la escena; de nuevo cavila en esto y, lo que es la vida, la existencia descarnada, cuando Jack quería poner nuevas alas y volar, ella pensó, con las limitaciones del pesado lastre de las tradiciones y los prejuicios que la atormentaron cuando Melanie apareció en escena: la que empalaga, lo que sacia y lo que despierta el nuevo amor que satisface. Ahora, un simple beso a un simple joven que fue su justiciable, que ni siquiera se buscó, la postra en profunda desazón.

Cuando el matrimonio se reconcilia, Fiona no pregunta acerca de Melanie, pero sí conversa el incidente con Adam. Las reacciones volvieron a ser las mismas, las que siempre están presentes en los amores posesivos. Y aunque se advierte un final feliz en la novela, eso deja de ser el cierre de los dramas comerciales, para dar paso a una comprensión de la vida compleja. De la resolución profunda de los dilemas morales que amenazan con ser insolubles.

Es cierto, esta obra de McEwan escudriña dilemas morales que afectan las vidas concretas y específicas de las personas protagonizadas en la obra, una pareja que vive una etapa avanzada de matrimonio sin hijos. Pero, haríamos una lectura limitada de la obra si nos quedáramos en ese individualismo particularista. En realidad la Ley del menor contiene un retrato de época, así es su visión de fenómenos altamente trascendentes que afectan principalmente a los grandes países industriales, pero no sólo como fácilmente se puede desprender de una visión global del planeta, sino de un multiculturalidad que se empieza a convertir en drama histórico. Para McEwan, “el dinero es una verdad a medias y una argucia” (cito ideas del autor); hay maridos rapaces y mujeres codiciosas, hombres que ocultan sus ingresos y mujeres que reclaman una vida tranquila para siempre, madres que impiden a sus hijos ver a sus padres (a pesar de las órdenes judiciales), maridos que golpean y esposas que mentían, o ambos borrachos, drogadictos o psicóticos. Niños y niñas forzados a cuidar de padres incompetentes, que sufren abusos sexuales transmitidos en la pantalla, en Facebook o el tribunal; menores torturados o muertos por inanición o a golpes; padrastros jóvenes y monstruosos que rompen huesos a los bebés; hogares sumidos en la pobreza extrema, vecinos indiferentes que hacen oídos sordos a los gritos de los sufrientes y trabajadores sociales que no sirven para nada. Todos estos son problemas que engrosaban los expedientes que Fiona y otros magistrados substancian en las mesas de sus instituciones. Una realidad insoslayable, a la hora de valorar lo que acontece en las vidas individuales o en esa pequeña sociedad de rencor y cariño en que suele convertirse una idea tradicional del matrimonio por la que la derecha dice estar convencida de luchar hasta la muerte.

Al leer esta novela uno puede pensar: “los amores felices no tienen historia”; o –reposado– simplemente que hace tiempo que llegó la era de viejos y viejas Almodóvar, aun cuando no nos hayamos dado debida cuenta. La enajenación, no se ha ido: nos ciega a todos. La posesión de la cultura rebasa con mucho al simple acervo de los conocimientos. Hay que saber ser.

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McEwan, Ian. La ley del menor, Anagrama, panorama de narrativas. Traducción del inglés Jaime Zulaika. Primera edición mexicana, mayo 2016, México, CDMX.