Afirma Stefan Zweig, en su gran novela sobre Balzac: “Para un soñador, los deseos son fácilmente ilusiones”. La frase viene a mi memoria a causa de la reciente muerte de un estupendo amigo de vida, de un acompañamiento que se soldó en la infancia y permaneció como vínculo hasta el final ineludible. Jorge, como todos sin excepción, fue un hombre de claroscuros y tuve la fortuna de gozar privilegiadamente de los primeros, sin eludir la reflexión de los segundos, las lecciones que también dejan. Hablo de una persona brillante, generosa, que prendió infinidad de luces aunque en apariencia ninguna le prodigó la fama, que a final de cuentas, como nos enteramos después, da un “poder radiante” al que él jamás aspiró.

Jorge perteneció a una familia de prosapia notable. En el pasado remoto don Pablo, un emprendedor alsaciano de deveras: industrioso, visionario en los servicios (creador del Hotel Hidalgo del que podemos afirmar no hay parangón alguno en el estado de Chihuahua). Mi amigo fue hijo del adusto y laborioso Carlos Ginther y de una envidiable madre: Lolita Aguilar, que siempre tenía abrigo seguro para los que frecuentábamos su casa. Jorge fue el cuarto de cinco hijos y desde temprana edad allá por los años finales de los cincuenta del siglo pasado ya se había incorporado a las actividades productivas, a la conducción de vehículos y tractores y al empleo de las armas con la práctica de la cacería.

En la mesa de su hogar, la crónica y la historia de las guerras mundiales inoculó en la conciencia de Jorge la afición por la política, la ciencia, la historia, la filosofía e indirectamente todo eso trasminaba las paredes de la casa materna para llegar a los amigos. Gocé de ese privilegio. Él se educó en escuela privada y en la rancia tradición del catolicismo. Como pasa en muchos casos, muy pronto se convirtió en un irreverente y ya en la etapa de la educación secundaria hicimos grupo. Y lo confieso sin ambages, fundamos un club de Toby al que denominamos Grupo Cultural Morelos e hicimos fila en el aprendizaje de la escritura, la infaltable oratoria con sus concursos obligados y, al influjo de los maestros progresistas hicimos legión en el liberalismo que ineluctablemente nos llevó a la teoría del socialismo en años de la Guerra Fría en que las proezas del socialismo deslumbraban; no olvidemos que fuimos testigos presenciales de las rondas que el Sputnik hacía sobre el planeta. Puedo recordar ahora tres o cuatro momentos de esos que marcan para siempre. Inicio con el que toca tangencialmente un atropello estudiantil que afectó la representación de los alumnos de la secundaria, cuando el archiconservador arzobispo michoacano Luis Mena Arroyo visitó nuestro rincón urbano y fue saludado por Juan Ibarra Álvarez que se arrogó la voluntad de todos y que cuestionamos generando un escándalo descomunal que por poco nos produce el destierro.

Después de ese momento Jorge hizo un viaje a Michoacán y a su regreso vino cargado de libros: de José Rubén Romero trajo “Apuntes de un lugareño”, “La vida inútil de Pito Pérez”, “Rosenda”, «Desbandada» y otros más que nos dieron noticia de pueblos con nombres raros y que, además, nos ubicó en el universo a Cotija de la Paz, patria chica del autor. Con esos nos divertimos aunque ya nos parecía una picaresca y costumbrismo fuera de lugar para nuestra generación. El platillo fuerte fueron los libros sobre la historia de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, el partido bolchevique, el significado del nazismo, y especialmente un tomo perdido de las obras completas de Lenin (de la legendaria editorial Cartago) y un artículo –sin valía alguna, lo supimos después- en el que se hacía un deslinde entre liberalismo y marxismo, y siendo afectos al primero empezamos a descreer de sus importantes contenidos. Excepcionalmente bebíamos alcohol y frecuentemente leíamos, producíamos ilegibles manifiestos y nos adentrábamos en lecturas para las que probablemente no estábamos capacitados del todo, pero siendo esta una aventura, nos jalaba como poderoso imán. ¿Esta deuda con qué se puede pagar?

Luego vinieron los años de la preparatoria en la Universidad de Chihuahua, el encuentro con maestros notables como Federico Ferro Gay, José Luis Orozco, Olac Fuentes Molinar y otros. En ese espacio nos estremeció el 23 de septiembre de 1965: de entonces supimos que había hombres e ideas peligrosas y que pensar por cuenta propia y encontrar principios para la acción ponía en riesgo la vida. Continuaron los años de formación, los incidentes dolorosos que ahora nos provocan risa como la expulsión de la biblioteca que decretaron en nuestra contra por el hurto de un libro al que le asignábamos mucha importancia y que luego descartamos de nuestra vidas.

Al entrar a la carrera profesional en la Escuela de Leyes, de la Universidad de Chihuahua, queríamos formarnos como abogados. Jorge, Rogelio Luna, Rodolfo Ramos y el que esto escribe ingresamos al Partido Comunista Mexicano de Antonio Becerra constituyendo la célula Turcios Lima, un guerrillero guatemalteco, que más bien nos parecía en sus imágenes un aspirante a estrella de Hollywood. Ahí duramos poco. El radicalismo, el carácter cerrado del Estado mexicano, el romanticismo que no falta en los revolucionarios nos llevó a creer en esa falacia de la violencia revolucionaria y dirigimos nuestras miradas a su expresión de época: la guerrilla. Nos apresó el Patria o Muerte porque el dilema que luego planteó el novelista Armas Marcelo, «patria y heriditas leves», nos parecía francamente contrarrevolucionario.

Jorge, que venía de una familia de buenos caudales, donó tres rifles, ochavados, que probablemente formaban parte de alguna colección de la guerra de los Boers. Y así tuvimos nuestro primer arsenal en el clóset de la casa de un amigo que fue el primero en casarse. Muy pronto Ginther perdió interés por la formación como abogado y se marchó a Ciencias Políticas en la UNAM. En mis viajes a México lo frecuentaba en su casa de la colonia Nápoles y ahí me informé de las investigaciones que realizaba sobre la guerrilla de Arturo Gámiz, de los trabajos que le presentó al doctor Pablo González Casanova y de sus vínculos con Diego Lucero Martínez, el guerrillero mártir de 1972. Fueron años de profunda perturbación intelectual: el 68 mexicano y la posibilidad de la guerrilla, de lecturas infaltables de autores que ya no se ausentaron de los anaqueles de nuestras modestas bibliotecas, entre ellos, Max Weber y la lectura esencial de una obra de la que no se sale jamás si quieres influir en la vida pública: “La política como vocación”. Ginther era uno de esos hombres que prendía fuego al incitar a lecturas fundamentales; a varios de la parvada de jóvenes eso nos sedujo.

Lo que ató la juventud, lo empezó a disociar los primeros años de la vida, ya casados, con hijos; en el caso de Jorge con una viudez muy prematura y el ejercicio profesional como el pivote de una vida económica sin mayores pretensiones.

Ahora que mi amigo se fue, no puedo menos que recordar que en cuanto momento clave tuve, siempre estuvo conmigo, generoso y puntual, con sentimientos finos rubricados con lágrimas, pero siempre con una alegría profunda que atalayaba y buscaba horizontes. Mucho tiempo lo victimó la adversidad y el desasosiego, también esa locura que afecta a los que ven más que los otros, a los que luchan todos los días por creer que siempre habrá algo mejor y que resisten la erosión del infortunio que todo lo circunda sin rendirse jamás, pero también sin negarse a sí mismo las treguas necesarias que como paréntesis permiten sobrellevar las penas: En todo esto la amistad jugó su papel central. Estuve por debajo de lo que él me dio.

Por eso pienso que, ciertamente, para los soñadores los deseos se tornan fácilmente en ilusiones y estas, por intangibles que parezcan, en motivos para vivir prodigándose para los demás. Adiós Jorge Ginther, adiós héroe anónimo. Hasta siempre.