El 22 de junio de 2016 todos los males convergieron en un punto: el derrocamiento, más allá del electoral, del déspota que despachaba detrás de las puertas del Poder Ejecutivo. Un gobernador que había saqueado al estado, que había enriquecido a su círculo más íntimo, que había permitido el atraco de los contratistas, reales o imaginarios; un mitómano que se había erigido una imagen mediante arreglos económicamente desorbitantes y deshonestos con la prensa; un gobernador derrotado dentro y fuera de su partido, el PRI, no podía, a esas alturas, seguir exigiendo respeto.

Eso y la suma de repentinos y extraños desabastos de gasolina en toda la entidad o la nueva escalada del crimen en la sierra y en la urbe, encontraron en la ciudadanía el clímax preciso del hartazgo. Y aunque la reacción fue parcialmente violenta, la respuesta del gobierno no fue menos brutal, pero fue afortunado al encontrar en el conformismo triunfador de unas cuantas semanas atrás la complicidad idónea para mantenerse en el poder y seguir medrando contra las y los chihuahuenses hasta octubre de ese año.

Tanto el gobierno del cacique como las puertas eran simbólicas: ni aquel era ya gobernador para una ciudadanía que lo había desconocido desde el 28 de febrero de 2015 y derrotado en las urnas semanas antes de la llamada “Toma de Palacio”, ni las puertas estaban –ni lo están– por encima del interés público mayor.

Resultó obvio que el tratamiento que la prensa dio al tema a un año de los acontecimientos, no cubrió las expectativas dentro de un margen histórico más templado. Nadie, hasta ahora, se ha ocupado de seguir la huella precisa de lo que ahí ocurrió y, en cambio, se resucitaron crónicas que recaen casi siempre en un maniqueísmo tan rabioso como quienes supuestamente infiltraron la protesta pacífica convocada por Unión Ciudadana.

A estas alturas no se puede señalar con certeza qué papel jugaron, por ejemplo, las policías. Existen indicios no comprobados de que se infiltró a múltiples agentes en calidad de provocadores. Las imágenes, por el contrario, muestran a hombres y mujeres de corporaciones de seguridad pública golpeando a jóvenes acusados de participar en la revuelta. Las fotografías del momento registran a mujeres y hombres lesionados, a supuestos agentes cubriéndose el rostro y portando radiocomunicadores, a patrullas desvencijadas y asaltadas. Tampoco se puede comprobar que quienes supuestamente se infiltraron hayan sido eso. Las imágenes muestran, eso sí, por cientos, a ciudadanos honestos y enardecidos por la situación del momento. Luego, una ciudad en estado de sitio, similar al que César Duarte imponía cuando Enrique Peña Nieto visitaba la sede del Poder Ejecutivo.

Es decir, hay muchas piezas, trozos de ese enorme lienzo que no se han unido, pero tampoco existen las indagaciones pertinentes que permitan establecer el rol que cada cual jugó en ese entramado, momentáneo esa ocasión, pero, precisamente, porción apenas de un todo que quizá tenga que ver con el núcleo corruptor que terminó por enlodar a muchos y enfurecer a la mayoría.

Y ese es el estado que guardan los acontecimientos tratados sin el ácido revelador requerido: puros indicios no comprobados, en un contexto mediático en el que parecen tener más importancia tales hechos y no tanto su significación ni el contexto de violencia de Estado aplicado a los ciudadanos en casi todos los órdenes de la vida pública: la transparencia, la rendición de cuentas, la libertad de expresión, la democracia participativa.

Las autoridades que resguardan el patrimonio cultural evaluaron los daños ocasionados a las puertas del Palacio de Gobierno, pero callaron cuando el cacique destruyó los muros del recinto para construirle a su ego un balcón en el que pudiera dar, con un horizonte cesariano sobre las plazas del centro de la ciudad, el Grito de Independencia, con una voz en cuello que terminó sofocada por las rechiflas de los espectadores, una y otra vez cada año.

Cuando se iniciaron las “reparaciones” de las puertas dañadas del Palacio de Gobierno, estas fueron menores y realizadas muy lirondas por manos carpinteras de segunda o tercera, que clavaron tablas a los huecos dejados por la gente. Los ventanales destruidos nunca fueron reparados hasta el último día de su sombra en el poder. Y esa pusilanimidad habla, cabalmente, de lo que la ciudadanía quería derrocar ese 22 de junio de 2016.