Si quienes hoy ocupan los sillones del Palacio de Gobierno estuvieran en campaña, no dudarían en declarar que los crímenes suscitados entre los bandos de grupos criminales son producto de una guerra intestina. Pero como hoy están del otro lado del escritorio, les toca apaciguar las aguas a como dé lugar, sin importar si en sus posturas se recurre a la falacia, la mentira y la similitud con el gobierno de Peña Nieto, con sus voceros de seguridad negando que exista, así, con esas palabras, una guerra en nuestro país.

A todos ellos no tengo más que recomendarles –ya lo hice en septiembre pasado– la lectura del libro En la niebla de la guerra, del investigador austriaco y docente del Centro de Investigación y Docencia (CIDE), Andreas Schedler, quien lacónico lamenta que “tenemos una guerra en casa, pero la inmensa mayoría no sabe nada de ella”.

Como dije antes, para este autor, México está inmerso en “una democracia deficiente y decepcionante, pero democracia al fin y al cabo”, lo que mitiga la percepción de 95 mil personas asesinadas, que si hubieran sido resultado de una dictadura cobraría una dimensión mundial impresionante. Pero, afirma, aquí se trata de una democracia en guerra civil.

Sigue parámetros internacionales para estimar que en un país hay guerra civil cuando mueren mil personas anualmente producto de un conflicto y al menos un 10 por ciento de bajas en cada bando. El instrumento de medición está avalado comparativamente por la universidad sueca de Uppsala que reporta, por ejemplo, que entre 2003 y 2012 murieron más de 41 mil personas producto de una guerra de impacto internacional. Lo lamentable es que vemos la violencia como algo de la vida normal y con una pasividad espeluznante en calidad de simples espectadores. Si de acuerdo a las cifras, Chihuahua aporta un gran porcentajes y entonces está convertida en zona guerra y no en una zona de riesgo, como se piensa al interior del gabinete.

Reconocer el problema para luego encontrar fórmulas para combatirlo es lo lógico. Lo ilógico es negarlo y mantenerse cómodos en la expectativa, en el maquillaje de cifras e intenciones.