Enrique Serrano no tiene vergüenza. Como si los chihuahuenses no tuviéramos memoria, reaparece hoy en la prensa para tratar de chiflar tras la indigestión que debió darse con el pinole que le puso en la boca su padrino político César Duarte. Y llega con el cuento, más allá de si la administración actual está o no apta financieramente y como si el iniciado quinquenio corralista estuviese al borde de la catástrofe, a dar clases de una moral que no pudo sostener, ni él ni el duartismo, a lo largo de su nefasto sexenio.

El excandidato accesorio tuvo seis años para deshonrar la función pública, primero como diputado, luego como alcalde de Ciudad Juárez, y al final como aspirante monigote del excacique ballezano a la gubernatura. Su historial inmediato lo delata: no es él quien mejor puede venir a dar recomendaciones a nadie sobre cómo utilizar sanamente los recursos en pro del erario. Si algo tuviera qué decir (seguramente los efectos de las denuncias penales llegarán hasta él), sería una versión serranista del modo en que el exsecretario de Hacienda, Jaime Herrera, violó principios como servidor público e instrumentó todo un mecanismo para dotar de recursos públicos el banco que él y su patrón fundaron como inversionistas y socios.

Más bien, el recurso facilón que más le caracterizó a Serrano es decir “sí, señor gobernador”, en tiempos de Duarte, a lo que fuera, con tal de mantener un poder que, como ya se vio, ni es eterno ni siempre está del lado de los corruptos.

Con la misma arrogancia con la que se condujo desde el Congreso, razón por la que esta columna le ha comparado anteriormente con Don Barzini, el siniestro personaje de El Padrino, primero de Puzzo y luego de Coppola, Serrano viene como un tonto de la política casi casi a ofrecerse como el milagro que nunca pudo ser. Quién sabe quién le dirá ahora lo que deba declarar públicamente. Se afirma entre los viejos priístas que la derrota no tiene amigos, pero todo parece indicar que la memez tampoco. ¡Vaya papelón!