En los últimos días dos rostros de la hipocresía y la falsedad se han hecho notables en la república. Son los de Enrique Peña Nieto y Emilio Gamboa Patrón, que hablan de la corrupción como si a ellos no les tocara de manera directa y considerable. La corrupción, como bien lo saben los ciudadanos, es el aprovechamiento para sí o para otros de las instituciones para obtener beneficios privados, beneficios que riñen con la declaración constitucional que dispone que aquellas se crean para que la democracia representativa actúe en beneficio de los más altos intereses nacionales. En realidad, pasará el sexenio del desastre peñista y la corrupción continuará desplegándose a paso veloz, porque con todo y que se habla de un proceso para crear el Sistema Nacional Anticorrupción, el mismo ni siquiera contará con un apoyo presupuestal adecuado para el ejercicio de 2017; y el siguiente, el 2018, el país se verá envuelto en una contienda electoral que encontrará las supuestas buenas intenciones sujetas a un resultado que sólo es dable pensar que tenga sus efectos, negativos o positivos, y ya enrumbados, hacia finales de las primeras dos décadas de este siglo XXI.

Peña Nieto no ha podido dar una explicación medianamente creíble del escándalo de la Casa Blanca. La trayectoria del gángster Gamboa Patrón ya tiene varias décadas en el conocimiento público y el castigo a los tres gobernadores que están en la picota (los dos Duarte y Borge) se ha retrasado tanto que ya en la opinión pública se empieza a sostener con insistencia que no arrojará un buen saldo. Para mí, el caso Duarte Jáquez está maduro, y si Unión Ciudadana profundiza su exigencia, la lucha dará frutos importantes.

Hay una frase con la que se escudan los gobernantes mexicanos: la corrupción somos todos. Pero para hacerle barranco al llano ya es tiempo de posicionar lo que a mi juicio es un apotegma: la corrupción son ellos, los que sostienen un régimen de impunidad y corrupción que ya no se sostiene de ninguna manera.

En esto los que mejor actúan en la vida política no tienen más alternativa que continuar con sus banderas en alto, porque nunca como ahora la corrupción ha alcanzado tal visibilidad y condena que sería un despropósito no aprovechar las circunstancias para ganar esta batalla.

 

La sagrada familia del PRI-AN contra el matrimonio igualitario

Tarín, a la derecha.
Tarín, a la derecha.
Járegui, en la derecha.
Jáuregui,, en la derecha.

Ayer los diputados de la decadente legislatura que concluirá sus trabajos en unas horas más, pospuso la decisión sobre el matrimonio igualitario. La decisión, envenenada, se la dejan a la próxima legislatura de mayoría panista y de antemano se pueden pronosticar los resultados de apoyo al conservadurismo que se esconde en la entelequia de una familia que quizá nunca existió sino en sus cabezas. Pero hay algo relevante que no podemos perder de vista en este tema: quizá César Jáuregui Moreno, del PAN; Eloy García Tarín, del PRI, y su líder Guillermo Dowell, tengan diferencias en la forma de arrugar los codos, mas nunca en la fidelidad a sus credenciales ultraconservadoras y ultramontanas. Ellos son, en este tema, exactamente lo mismo y, cuando menos para los priístas, la Declaración de Principios, salvo por su aspereza en el papel en el que está impresa, sólo sirve para limpiarse con ella.

 

Ni modo, me golearon

Ni modo, tengo que reconocer que el editor del periódico de cuyo nombre no quiero acordarme me metió un gol, que además fue recibido de mi parte con desenfado, desparpajo y sonora carcajada. Pero cuando de coincidir se trata, no hay de otra. Empero, quiero decirles que ignoro si hoy llevarán a sus prensas a un exorcista para que blinde la entrada a sus páginas de otro diablo, pues con el que tienen ahí si bien no basta, sí sobra. En reciprocidad, les agradezco que sean asiduos lectores de esta columna y su preferencia por la misma.