El 13 de agosto recién pasado cumplió noventa años de vida Fidel Castro Ruz, líder histórico de la hoy moribunda (si no, cadavérica) Revolución cubana. Hace diez años que se apartó de los puestos directivos del gobierno y en su lugar dejó a su hermano Raúl Castro. Los planes de este par de líderes es que, atendiendo a la implacable ley biológica del tiempo, en el 2018 ambos se separarán del poder y su lugar será ocupado por una nueva generación de dirigentes, tras haber retenido el poder ininterrumpidamente desde 1959. Todo un récord, sólo superado por la supremacía familiar de los Kim en la comunista Corea del Norte donde reina esa familia desde 1948, desde hace 68 años. Dato interesante es que en aquella “república popular”, el primero de la familia, Kim Il-Sung, fue nombrado “Presidente Eterno de la República”, eternidad sólo suspendida por su muerte en 1994. Toda una hazaña “democrática”.

Para nuestro universo latinoamericano es incuestionable que la figura de Fidel Castro mueve a la polémica. Se trata sin duda de una personalidad destacada en la historia del siglo XX. La llegada de su cumpleaños propició la aparición de dos referencias al personaje dignas de comentario por la significación que tienen sus pronunciamientos. Uno de ellos expresado por un organismo llamado Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad, donde las alabanzas al líder cubano son ilimitadas y se refiere a su figura como “permanente fuente de inspiración” en la búsqueda del socialismo y la lucha contra el imperialismo (norteamericano, por supuesto).

Este imperialismo, muchas veces con acciones agresivas, ha facilitado que en el imaginario colectivo de pueblos latinoamericanos haya prosperado la idea de convertirlo en el culpable exclusivo de nuestro atraso y desgracias económicas y de otro tipo. Así, se ha venido fabricando un demonio a combatir y si ese demonio es un poder exterior, mayor cohesión social lograrán aquellos liderazgos que concentren sus esfuerzos por enfrentar esa amenaza constante. El discurso cohesionador de los dirigentes cubanos ha sido, por más de 50 años, la lucha contra el imperio. Una réplica de tal estrategia la tenemos hoy en la patética situación de Venezuela: culpar al imperialismo de sus propias incapacidades e ineficiencias ha sido rentable a los chavistas y a su grotesco presidente Nicolás Maduro. Cuba mostró el camino ideológico hace muchos años. La llamada izquierda latinoamericana ha mantenido una larga sumisión a esa orientación política emitida desde La Habana. Es el espejismo de las gestas revolucionarias el cascarón envolvente. No olvidemos, como decía el historiador E.H. Carr, que “nada tiene más éxito que el éxito”, pues una vez conseguido borra fallas, exculpa errores y otorga a triunfadores el máximo criterio de verdad y carta abierta a sus ocurrencias.

La otra expresión a comentar en torno a este aniversario es el artículo “Vigencia de Fidel Castro”, firmado por Porfirio Muñoz Ledo en El Universal (27.08.2016). Tras destacar la relevancia del personaje, Porfirio enlista varias experiencias de trato directo con el líder cubano. Pero, por desgracia, en todo su artículo hay una gran ausencia, como la hay en las expresiones de la mencionada Red de Intelectuales: en ningún momento se menciona la situación del pueblo de Cuba a lo largo del dominio de los hermanos Castro Ruz. Un pueblo sin libertad de expresión, sin libertad de manifestación, sin opciones políticas fuera del partido oficial único (el Partido Comunista Cubano), sin respeto a la disidencia; un pueblo sometido a los caprichos y aventuras políticas de Fidel Castro (como la guerra en Angola, o la instalación de cohetes soviéticos que llevó a la Crisis del Caribe en 1962), y, sobre todo, avasallado por una política económica estatista de total fracaso que hoy, en 2016, comienza a desarticularse como símbolo inequívoco del gran fracaso de la Revolución cubana.

No sólo es la ruina de la economía y la amplia pobreza de la población (recordemos que México tiene pobres para regalarle al mundo), sino ante todo la falta de libertades individuales lo que ha sofocado al pueblo cubano. De nada de esto se habla en ese artículo, sólo alabanzas a un dictador nonagenario y en etapa de extinción. Parece predominar la triste sumisión ideológica a los dictados de La Habana. Tenemos una curiosa paradoja con nuestros hombres de izquierda o simples liberales progresistas: respetan y ensalzan el autoritarismo de los cubanos, mientras en México lo censurarían y rechazarían. Con esta insoluble contradicción transitan nuestros cubanófilos.

¿Por qué la llamada izquierda latinoamericana siempre oculta la realidad de la Revolución en Cuba con sus desastrosos resultados? ¿Por qué cuesta tanto admitir que fue simple y sencillamente un fracaso esa revolución y que produjo una dictadura familiar longeva y arrogante? Tal vez porque, como dice el historiador John Gray, la barbarie, la dictadura, tiene cierto encanto porque aparece casi siempre revestida de virtud revolucionaria, y esas acciones arrojadas y notables impactan a los hombres y embrujan las conciencias más inquietas. Son espejismos que todos queremos ver y realidades que nos negamos a aceptar como fracasos, pues resulta con frecuencia más alentador y satisfactorio persistir en los sueños irrealizados por culpa de algún demonio externo. Un analista búlgaro, Vesko Branev, mostraba su asombro ante la incapacidad de los hombres de izquierda de extraer sanas lecciones de experiencias y datos que les son adversos, y prefieren internarse en el misterio explicativo de encontrar, a como dé lugar, culpables externos, sin diagnosticar sus propias fallas. Me sumo a esta legión de asombrados. Hay pues en este escrito de Muñoz Ledo cierta “negligencia crítica”, un descuido demasiado común cuando de analizar la Revolución cubana se trata.

Así, ¿a qué nos enfrentamos? Todas esas actitudes genufléxicas frente a dictadores como los hermanos Castro revelan una triste claudicación ideológica ante mitos que encubren enormes fracasos históricos de sistemas políticos montados en la expropiación de las libertades ciudadanas y el despojo de representatividades populares en favor de nuevas minorías arropadas en fraseologías socializantes y de encantos colectivistas. La pobreza de ideas que encubren los halagos a los Castro Ruz son la simple anticipación de las limitaciones de sus portavoces para transformar la sociedad; son, en suma, los gérmenes de posibles autoritarismos arropados en las “democracias totalitarias” que han venido instalándose en Latinoamérica en los últimos 20 años. Si algo significan hoy los hermanos Castro Ruz, son las nulas esperanzas de libertad y progreso que sus ejemplos pueden inspirar; representan la vía intransitable de la esperanza y del fortalecimiento democrático que necesitan nuestras sociedades.