Conocí a Rosario Robles Berlanga a mediados de la década de los 70 del siglo pasado. La causa: el proyecto compartido de vertebrar una izquierda revolucionaria para transformar a México. El aliento venía de una nueva comprensión, realmente consecuente y genuina, del socialismo que pasaba por la crítica del que realmente existía. No nada más la conocía a ella en ese intento, a muchos otros también, que en el ámbito de las ciencias sociales –en particular la economía y la antropología– y la praxis de un nuevo sindicalismo, era impulsado desde y dentro de las universidades, que por aquellos años generaron una nueva visión en favor de los asalariados del país. En fin, años de lucha, años en que la entrega desinteresada y la congruencia entre el pensar y el hacer hacían una ecuación en la que los extremos eran iguales. Se pensaba para darle consecuencia a la reflexión, y esa reflexión debía coincidir con las acciones de todos los días, no exentas de sacrificios humanos, entre los cuales la represión, y aun el riesgo de perder la vida, siempre estaban presentes. Años heroicos, si se les quiere clasificar así.

Pasaron los años y tuve un reencuentro, ya más distante, en el Partido de la Revolución Democrática. Ella en el liderazgo y yo en la militancia en una región del país en la que la izquierda navegaba entre escollos y a contracorriente. De todas maneras el reencuentro fue feliz porque ya traíamos una historia que nos había hermanado. La vida de Rosario Robles en el PRD transcurrió al influjo de su preparación y talento, de su militancia en el Distrito Federal, que irradiaba a varias regiones del país. En esa vertiente alcanzó una diputación federal que la puso al frente de la importante comisión que tiene que ver con el desarrollo social. Después, y por su cercanía con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, llegó a la Secretaría General de la Jefatura de Gobierno del DF en 1997 en el primer gobierno democrático de esa urbe; luego suplió a éste en 2000 en el importante cargo en la ahora Ciudad de México. A su salida, y en medio de una elección controvertida, logró convertirse, bajo muy buenos auspicios, en la presidenta nacional del PRD.

En esta nota memoriosa he de recordar que, ya muy decepcionado del curso del PRD, hice viaje especial a la CDMX para hablar con Rosario y cuestionarla sobre la hondura y el compromiso que implicaba asumir el liderazgo del partido. Ella no dudó en indicarme que era la Rosario de una sola pieza y de toda la vida, que jamás traicionaría principios y que se empeñaría en construir un partido de izquierda a la altura de las necesidades del país.

Con estos antecedentes regresé a Chihuahua e impulsé su candidatura; la recibí en Ciudad Juárez y recorrimos el estado con el mensaje de aliento comentado. Llegó a empujones a la presidencia del PRD y hubo necesidad de formar una comisión de la verdad, encabezada por el extinto Samuel del Villar, que se suponía iba a documentar los agravios del fraude electoral interno y a promover alternativas, en un partido que se proponía la revolución democrática y una práctica desarrollada en las antípodas del cochupo y la transa. Prácticamente había empezado el declive del PRD a la decadencia. Rosario renuncia en medio del escándalo y es sustituida por Leonel Godoy. Después viene todo el affaire con el empresario argentino Carlos Ahumada. Doy un brinco y a la distancia veo a una Rosario que se alinea con Peña Nieto, que la ampara para una “rehabilitación” política que la lanza de nuevo a la escena pública influyente en sendas secretarías de estado.