cabildo-porros2-13mar2015

Aunque hemos tenido juristas y filósofos de renombre mundial, como Eduardo García Máynez o Mario de la Cueva, por sólo hablar de dos grandes que ya se adelantaron en el camino, el papel de las ciencias jurídicas ha hecho poca mella en nuestra malhadada tradición de estimar el Derecho como un obstáculo, una simple retórica o, para sintetizarlo en la consagrada frase de raigambre colonial: “Publíquese, cúmplase, pero no se acate”. Que el Derecho no tenga centralidad entre nosotros es toda una desgracia. Que podamos presumir grandes, rimbombantes y solemnes declaraciones no nos hace una sociedad en la que impera el Estado de Derecho, viejo anhelo de toda democracia que se precie de tal. Esta es, ni más ni menos, un punto de la agenda para la construcción de ciudadanía y consolidación democrática, ineludibles si queremos que el país no se desbarranque en la corrupción, la impunidad y, a la postre, en cualquier variedad posible de autoritarismo degradante, cuando no en la violencia.

En la coyuntura nacional, y en la chihuahuense a la que me voy a referir, el desprecio por el Derecho es nota distintiva de la clase política en general, y particularmente de la que detenta el gobierno. Se trata de una condición en la que la anquilosada cultura política se da la mano en un mundo en el que el mercadeo lo define todo, para sólo satisfacer intereses mezquinos y particulares. El interés público, o el presupuesto de lo público, en la conducción de los asuntos del Estado, se soslaya como cosa sin importancia; es más, como un estorbo. La izquierda política ha contribuido también a esa actitud y por eso ha naufragado en sus intentos de ganarse la confianza y el afianzamiento de una corriente electoral dentro de la sociedad. Recuerdo los tiempos estudiantiles en los que algunos se solazaban declamando a Ricardo Flores Magón con aquella memorable frase: “El revolucionario es un ilegal por excelencia”.

En verdad hacer del Derecho un instrumento de transformación es vital para quien intente cambiar las cosas en el mejor interés de nuestra comunidad. Pero habrá que esperar mejores tiempos para eso sin que ello signifique que no tengamos que bregar a contracorriente. Quienes más aborrecen el Derecho son los que ejercen el poder, con las consabidas excepciones que siempre se reclaman cuando uno hace una afirmación de este tipo y que suelen ser aquellos a los que se les pone la baraja de la ilegalidad en la mesa para que la vistan con los ropajes de la legalidad, haciendo del Derecho –y en este caso del fraude a la ley– una muy tenue línea divisoria entre el acatamiento de la ley y la transgresión a la misma.

Pondré algunos ejemplos locales. Cuando se presentó en septiembre de 2014 la importante denuncia penal por corrupción contra César Duarte, la respuesta de éste no fue estar a lo que el Derecho disponga (recordemos que protestó cumplir y hacer cumplir la Constitución), mucho menos el funcionamiento de los aparatos del Estado y nunca la concepción de que las instituciones son para beneficiar al pueblo. Lejos de eso, contestó a sus críticos, opositores y denunciantes, equiparándolos a simples delincuentes (“si no le tuve miedo a los sicarios, menos a los chismosos”) y pretendiendo pasar al lado negro de la sociedad a quienes tienen todo el derecho a disentir y además a incoar denuncias, conforme precisamente, a los derechos que la Constitución consagra. Así las cosas, ejercer un derecho deviene en práctica negativa, obstrucción al despliegue de la tarea gubernamental y, a final de cuentas, a estimar que el Derecho no sirve, que es herramienta perversa en manos de intereses de otro tipo, “electorales”, se dice.

Esta forma de vilipendiar al Derecho también va acompañada de la acusación de “hacer política”, porque vienen tiempos electorales y por esa senda jamás se entra a ver con seriedad, aunque con disgusto, que alguien está planteando en sus términos sin reproche, una acusación digna de investigarse. Porque en este caso el señalado como transgresor pretende meterse en la cabeza de su disidente para dar a conocer a la sociedad lo que él piensa y quiere, los fines que persigue, cuando lo más fácil es tomar los documentos y ver sus contenidos y alcances y proceder en consecuencia a la propia defensa a la que se tiene derecho. A todo esto contribuye, también, que llevando a extremo la discrecionalidad, el pronunciamiento de la justicia –el que sea– es tan largo en el tiempo que termina rompiendo la voluntad hasta de quienes tienen una paciencia jobana.

Veamos otro ejemplo que transgrede una importante norma en materia de Derecho penal: las penas no son trascendentes, es decir, no porque un pariente, ascendente o descendente, haya incurrido en una falta o delito, otros deban llevar el estigma. Se trata de una vieja conquista que se impulsó por la Ilustración, particularmente por Cesare Beccaria, contra una era de oscurantismo en la que, por ejemplo, existían de por vida seres humanos a los que se les catalogaba como hijos e hijas adulterinos, sólo porque a sus progenitores se les había antojado ejercer su sexualidad sin los debidos cuidados de la regla. Estos estigmas son frecuentes en las malas prácticas periodísticas, que recurren a titulares como este: “Hermano de presidente municipal es sorprendido robando”, cuando quieren desgraciar a quien no tiene vela en ese entierro. Que cuando se trata de hacer el favor, entonces se habla del funcionario que “robó poquito”.

La referencia es obvia en el contexto local: a quien cuestiona a César Duarte le sacan la historia de sus parientes, despojándose éste de la obligación de ajustar su discurso a lo mejor que la ley nos da, al prohibir la trascendencia de las penas. Pero qué se puede pedir a quien aparte de todo no tiene una formación en la disciplina del Derecho. No ignoro que en todas estas cosas hay pasión, pero en mérito de darle una oportunidad al Derecho, debe haber auto contención en todos, para no hacer distingo. Y pongo un ejemplo de lo que es esto: luego de la reciente comparecencia de César Duarte en el Senado, una mano que se pretende amiga me hizo llegar un expediente de un hijo de la senadora Graciela Ortiz por actividades conexas a la comercialización de drogas en los Estados Unidos, como para que se pusieran tablas los denuestos de Duarte de todos conocidos; pero es obvio que lo que hizo el hijo no le alcanza como estigma a la madre, la cual se puede cuestionar en la arena política y con seriedad por su menos que mediocre desempeño como legisladora y también por sus compromisos con las tiranías chihuahuenses a lo largo de más de una década, como para hacerla indigna de llegar a ocupar la gubernatura del estado de Chihuahua. En otras palabras, por aprecio al Derecho, pues ella es la madre y el hijo le dio la desventura y la desdicha, pero no la trascendencia de la pena.

Finalmente, y ya para hablar de cosas que tienen una mejor miga, están los recientes sucesos del 28 de febrero, cuando el gobierno del estado y del municipio de Chihuahua atacaron una manifestación pública en la que, por donde se le quiera ver, desde la óptica del Derecho, hay faltas evidentes. Incluso se van a denunciar ante las autoridades competentes, y en particular las que tienen que ver con la vigencia de los derechos humanos. Pues bien, cuando estos temas fueron cuestionados al gobernador, los despreció como si hubiera sido un hecho acaecido en algún herradero de uno de sus ranchos, se comportó salinista y casi dijo ni los veo, ni los oigo; luego, el Derecho me vale. Si nos trasladamos con ese mismo suceso al seno del Cabildo que preside Javier Garfio, vemos a éste dar sobradas muestras de su memez y su actitud burlona. Casi casi como diciendo: en mi cortijo hago lo que me viene en gana. O sea, el Derecho no me importa. Y resulta una desmesura, por decir lo menos, o una atrocidad, por decir un poco más, que el secretario del ayuntamiento, Santiago de la Peña, nos saque como argumento la peregrina idea de que el ejercicio de las libertades conexas a la manifestación pública están sujetas a permiso. O sea, a la petición y obsequiosidad de los autoritarios para poder disentir y cuestionarlos con la Constitución en la mano.

Todo este manojo de funcionarios todavía está en aquella fase del acátese pero no se cumpla. Están a muchos años de que el Derecho se dé a luz en esta república, tan necesitada de que las leyes se cumplan. Mientras tal cosa no suceda, las desgracias seguirán acompañándonos. Y de ahí a la barbarie, un paso.