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Creció, como una marejada, la percepción de la sociedad mexicana sobre el fenómeno de la corrupción política. Toca por igual a Enrique Peña Nieto, Luis Videgaray, César Duarte y un buen número de gobernadores de la república. El fenómeno mexicano, sobra decirlo, es conocido casi a nivel de microscopio en las agencias y gobiernos internacionales. Fuera de México, la república pasa por su rotundo desprestigio, a grado tal de que hay la convicción de que para venir a invertir se debe calcular el coste de la corrupción. Verdades éstas archisabidas, aunque no siempre aquilatadas con la hondura y pertinencia que se requiere.

Siempre ha llamado mi atención que cuando se habla de corrupción política se piense exclusivamente en los funcionarios del Estado, de todos los niveles. Algo así como que la corrupción la hacen ellos y nada más que ellos. Pero no es así, se trata de un andamiaje en el que unos van y otros vienen; hay los que dan y los que reciben; los que extienden el fajo de billetes y los que los recogen. En un extremo está el personero político del Estado, en el otro el interesado en violentar la ley para obtener, ambos, un beneficio privado, del que sale perjudicada la sociedad entera. En ese sentido la corrupción política es inexplicable sin los hombres de negocios, los banqueros, los contratistas en obra pública, los proveedores de las oficinas de gobierno, los litigantes que gozan de apalancar sus casos a través de dádivas, los cabilderos que sobornan legisladores, en fin, todo eso que incluso la picaresca registra y desmenuza, provocando hasta sonrisas en un tema en la que el humor no es para sonreír.

No son pocos los acuciosos investigadores que han abordado los vasos comunicantes que se dan entre el poder político y los que tienen la conducción de la economía, particularmente en los estados capitalistas. Juristas notables, defensores de la mejor visión que se puede tener del Estado, también han esclarecido el tema, de tal manera que por falta de rigurosos exámenes, a partir de la teoría y la experiencia, nos queda la buena comprensión del tema que da título a esta entrega. S. D. Morris, por ejemplo, establece una premisa muy interesante: “La corrupción –nos dice– es un acto racional y, por consiguiente, promueve los intereses privados de sus participantes…”. Lo que significa que sus participantes tienen un frío cálculo de lo que buscan. Pongamos por caso: cuando el Grupo Higa entrega lo que se conoce como la Casa Blanca, tiene calculado meticulosamente lo que busca, lo que desea, y cuando el político y su consorte, La Gaviota, reciben, también, con todo rigor, saben a qué se están comprometiendo. Podrán decir, como César Duarte, que cerraron los ojos y no vieron lo que les daban y que con la más acendrada condición de género que poseen (femenino y masculino) pueden convencer a sus críticos de las bondades o buenas intenciones que los guían. Pero el hecho en sí es un hecho de corrupción en el que de un lado está el poderoso funcionario y del otro el empresario cómplice.

Y digo todo esto porque hay un discurso de la llamada iniciativa privada que presenta como impolutos y buenos a los empresarios y corrompidos y malvados a quienes están al frente de instituciones del poder gubernamental. Pero eso es retórica, la realidad es que esos actores, cada uno en su extremo, son ingredientes del mismo fenómeno que comentamos y, como decía la vieja obra sobre caracteres que se escribió en Grecia, ambos son aficionados a la maldad, a la corrupción, como un mecanismo más de un ejercicio de dominación que golpea sin misericordia los intereses de la sociedad y la plena vigencia del orden normativo que establece al gobierno representativo como un instrumento al servicio de los intereses de la sociedad entera.

Revisando otros autores, me detengo en lo que dice Emilio Lamo de Espinosa: “La corrupción es posible si hay tres tipos de actores económicos: un mandatario, un mandante y, finalmente, un tercero cuyas ganancias o pérdidas dependen del mandatario. Un mandatario es corruptible en la medida en la que puede disimular a priori su corrupción a su mandante. Un mandatario deviene corrupto si sacrifica el interés de su mandante al suyo y viola la ley al hacerlo”. El autor se apoya en otros que han demostrado sobradamente que la gran corrupción se da por esa connivencia entre los que tienen el poder político y los que están en el mundo de los negocios que requieren de la intervención del Estado para acrecentarse. Ambos son parte del mismo mal, ambos son metástasis del mismo cáncer. El que está en el gobierno democrático traiciona un deber posicional, pues lo obliga un régimen de facultades expresas y limitadas, sujetas a un orden normativo favorable a los intereses públicos; el otro, el privado, si bien puede tener como divisa la ley de la ganancia y no importarle absolutamente nada que la limite, de todas maneras es parte de la transgresión y frecuentemente actor de un delito que se cobija con la impunidad. Cuando ambos enmascaran sus acciones, se convierten en simuladores y defraudadores de la sociedad en su totalidad.

Con lo dicho, lo único que quiero subrayar es que la corrupción está en el poder político y también está en la empresa privada y que ésta de ninguna manera es ajena al fenómeno que se disfraza como algo que sólo realizan los políticos. De ahí una de las grandes dificultades para combatir la enfermedad. Pero está claro que cuando un empresario le unta la mano a un político, ya forma parte del mismo problema, y por eso es frecuente ver al hombre de negocios como un cínico, cretino, como un ser enclenque cívicamente, temeroso de ejercitar sus libertades por las represalias o por el peligro de que sus crímenes se conozcan, pero sobre todo porque sus ganancias se vean reducidas. Para ellos primero hay intereses y después todo lo demás. Business are business.

Para no cansarlos con tantos autores, les reseño que el Banco Mundial, en su informe de 1997, contiene un capítulo referente a cómo poner coto a la arbitrariedad y la corrupción y recomienda que los países deben esforzarse por establecer y mantener mecanismos que den a los organismos del Estado la flexibilidad y los alicientes para actuar en pro del bien común y, al mismo tiempo, poner un hasta aquí a los comportamientos corruptos en todos sus tratos entre las empresas y los ciudadanos. Le doy autoridad a una institución mundial con la que no comparto mi visión económica y mucho menos la que tiene del Estado, sólo con la finalidad de que los empresarios que me lean y lleguen hasta este momento, entiendan que “vale la pena jugar limpio”, más cuando se han certificado de socialmente responsables.

Por la reciente experiencia de lucha anticorrupción bajo las banderas de Unión Ciudadana, he refrendado que muchos de los viejos empresarios de Chihuahua enmarcan en la nefasta tradición de la corrupción política de la que he hablado, y para ser justo, también he tenido la oportunidad de escuchar a jóvenes que despuntan en el liderazgo económico y que están hartos de las malas artes con las que se construyen no pocos negocios, conjuntando los extremos de gobierno y empresa. Son parte de la nueva generación que desea certidumbre y Estado de Derecho, que está harta de lo que ve en Chihuahua y el país. Ojalá y hagan de esta visión parte esencial de una misión de vida y que cuantas veces se encuentren en un camino con una encrucijada que los desvíe, opten por la ruta que previene todo orden jurídico normativo, sustentados en la ética política de la responsabilidad. Ganaríamos todos. Me podrán decir ingenuo, pero el propósito claro que es válido. Que se logre, es otra cosa.