uc-caravana1-30ene2015

Es frecuente que en nuestro país se sostenga la existencia de un gran déficit legislativo para combatir la corrupción y su hermana gemela, la impunidad. Es una idea arraigada que hay que tomar con todas las reservas del caso, porque tras de ella está la confesión de la impotencia para emprender esa tarea, o bien un argumento interesado para que prevalezca por encima de los deseos de quienes anhelan para su país la instauración de gobiernos honrados en los que la separación entre lo público y los privado sea un presupuesto infranqueable para favorecer los mejores intereses de la sociedad, harta de una corrupción sin límites que amenaza con derruir al país mismo.

La semana que hoy inicia tiene en su haber el 5 de febrero, el día de la Constitución en recuerdo de la de 1857 y de la actual, promulgada en 1917, justo el año en el que empezó a decrecer la violencia desatada por la revolución y las luchas fratricidas que sobrevinieron después y que han quedado en el imaginario colectivo, emblematizadas por los crímenes de cuando menos cuatro personajes señeros en la historia nacional: Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Emiliano Zapata y Francisco Villa, todos ellos homicidios arteros por los que nunca nadie respondió con el castigo correspondiente y con el apego irrestricto a la legalidad.

Nuestro constitucionalismo contiene de origen un precepto valioso si se viera coronado por una cultura política fincada en la responsabilidad y en la voluntad de quien aplica las normas del código básico, o la interpreta de manera rotunda y obligatoria, cual sería el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ese precepto establece el concepto de soberanía nacional como presupuesto esencial del derecho público y se le confiere al pueblo, del cual emana toda legalidad y legitimidad de la propia representación política. Y además, algo que me parece de importancia nodal: el poder público dimana del pueblo, se instituye para beneficio de este. En otras palabras, si el gobierno es de instituciones, las instituciones sólo o únicamente se pueden entender axiológicamente cuando están al servicio de la sociedad, no de las élites del poder ni mucho menos de las catervas burocráticas, que desligadas de los grandes intereses nacionales, actúan como mafias exclusivamente para su beneficio.

Cuando en las luchas anticorrupción, o en otras muchas que se dan en favor de la vigencia plena de un Estado de Derecho se invocan estos principios, es frecuente que la respuesta sea que al no haber una reglamentación precisa, se hacen inaplicables. Se camina a contrapelo de lo que sucede en las democracias avanzadas donde un precepto de índole supremo en la pirámide jurídica, realmente está por encima de todo, haya o no legislación secundaria. En los países que tengo en mente, las cortes supremas o los tribunales constitucionales no dudan en establecer el andamiaje para que sus constituciones, garantes del pacto social, prevalezcan contra viento y marea. Ente nosotros desgraciadamente no es así y nos encontramos de manera ancestral con una realidad: la Constitución convertida en simple retórica y el más descarnado divorcio entre lo que dice la ley y la realidad. Así, el presidencialismo mexicano, antigualla que hay que superar si queremos darle viabilidad a los más altos intereses del país, está fortificado en la más grotesca impunidad que hace del titular de ese altísimo cargo, un intocable durante y después del ejercicio del cargo. El caso mexicano es proverbial. Ya no digamos comparado con las democracias parlamentarias que dan gran flexibilidad para acometer el castigo de los responsables de hechos de corrupción o la obligada dimisión de gobiernos cuando se dan las crisis de confianza, sino también en el más connotado sistema presidencialista, como el de Estados Unidos, donde el presidente puede caer de acuerdo a las circunstancias concretas, como tuvimos oportunidad de verlo en el escándalo Watergate, que obligó a Richard Nixon a dejar la conducción del poderoso país. Aquí no pasa eso y en cambio hemos tenido presidentes profundamente corruptos, como Miguel Alemán, Luis Echeverría, José López Portillo o Carlos Salinas, y el actual Peña Nieto amenaza con alcanzar indicadores altamente alarmantes. En otras palabras, estos oscuros personajes jamás han aquilatado que las instituciones que han ocupado son para solventar el beneficio del pueblo y este hecho, en el concierto de las grandes economías mundiales, se visualiza como la bola negra al país en materia de seriedad para la inversión y la confianza por el respeto, pongamos por caso, de los derechos humanos, como bien alecciona el caso Ayotzinapa, gravísimo pero no el único.

Y si el presidente de la república puede, hacia abajo de las jerarquías, los gobernadores hacen lo mismo, los presidentes municipales y hasta los caciques, que en muchas regiones del país cuentan con un poder permanente envidiable hasta por los que detentan el poder formal, muchas veces producto también de esas voluntades que se expresan en agencias informales. Sobre el país, y al parecer de manera inequívoca, aparecen negros nubarrones de corrupción, movidos por vientos a modo de la impunidad. Los escándalos que en menos de dos años ha acumulado el gobierno peñanietista, parecen que lejos de obligar a rectificaciones de fondo, se han convertido en la mejor soldadura para blindar con placas de acero a la clase política, convirtiéndola en algo intocable. Pareciera que el grito de guerra de los actuales equipos que detentan el poder es: a nosotros nadie nos hace nada, hagan lo que hagan no lograrán el castigo de ninguno. Este clamor es el producto de la corrupción que se edifica con el cemento de las más oscuras complicidades, de los favores que se construyen arriba para amalgamar murallas con las que al parecer no se puede abrir una sola fisura para castigar a quienes transgreden la ley al ejercitar la corrupción más descarada. En otras palabras, es la práctica de la divisa de que en México el crimen sí paga, y además paga bien.

En Chihuahua hay una fuerte lucha cívica contra la corrupción del gobierno duartista. Los extremos de esa corrupción están arraigados ya en la conciencia como hechos reprobables e inconmovibles. Un enriquecimiento que no tiene explicación alguna y cuyo origen se encuentra en la negrura del ejercicio del cargo público, los conflictos de intereses en que ha caído el secretario Jaime Herrera, al desempeñarse cínicamente en una dualidad absolutamente incompatible de encargado de las finanzas públicas, apoderado de un banco y apalancador del mismo desde el erario. El agravio es obvio, todo mundo lo ve, pero aún así sobre este reclamo se abate el viento de la impunidad. Si Jesús Murillo Karam se condujo en el asunto Ayotzinapa de la manera que lo hizo, favorecer a César Duarte con una caprichosa resolución para presentárnoslo como un recto hombre de Estado, no le será gran problema.

Eso es el peligro que estamos corriendo y no es el mayor, el mismo es producto de una conducta previsible y proveniente de quienes están en el pacto de corrupción e impunidad de la clase política gobernante. Ellos están para taparse unos a otros; quienes estamos en las trincheras de la lucha cívica en favor de un Estado con responsabilidades, con rendición de cuentas y apegado a Derecho, hemos hecho una apuesta precisamente por las instituciones que la Constitución preceptúa existentes para beneficio del pueblo. Tan se burla el sentido de la Constitución, que César Duarte ya tiene en su haber el proyecto de la impunidad que le ha confeccionado como traje a la medida la PGR. Y el mensaje no puede ser más claro: quienes están apoderados del estado son sagrados e intocables, para eso han hecho méritos en campaña. Nada que no se haya visto, hoy, ayer y antier. Pero ese, con todo y todo, no es el peligro mayor.

En realidad lo que me preocupa es el grado de postración para soportar que las cosas sigan en ese estado y que además se agraven ante la indolencia. Al respecto siempre he recordado la frase del fundador del conservadurismo, sí del conservadurismo: “Lo único que necesita el mal para triunfar, es que los hombres buenos no hagan nada”, dijo el parlamentario de Bristol, Edmundo Burke. Chihuahua hoy es un gran almacén de agravios; para proteger a la casta política ya se anuncian vientos de impunidad con el sello de Jesús Murillo Karam.

Olvidaba recordar que, más temprano que tarde, ese postulado, que también está en el artículo 39, puede convertirse en el más poderoso grito de guerra en manos de los ciudadanos: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

Sí, hay vientos de impunidad, esos nunca se han ido. Lo importante es si vamos a permitir que continúen haciendo todos sus estropicios y condenándonos a padecer y sufrir una tiranía tan rústica como la que padece Chihuahua. Bien dijo Francisco Barrio a la hora de constituir Unión Ciudadana: nosotros sí sabemos qué pueden hacer nuestros adversarios, lo que ignoran es de lo que somos capaces nosotros.