Bicentenario de Juárez: ¿Ya no hay reacción política?

La obscura y húmeda noche del 31 de mayo de 1863, escuchó adioses y dio testimonio de ojos cargados de lágrimas y coraje. Rostros demudados que no daban crédito a los tercos hechos. En la ciudad de México, Juárez y los suyos se despedían. Para salvar la República era menester abandonar la capital, las tropas de Francia ya estaban en sus goteras dispuestas a la ocupación para destruir al gobierno legítimo. Ese mismo día el Congreso había clausurado sus sesiones y se dispersaba. El Libro Rojo de Manuel Payno y Vicente Riva Palacio, crónica estupenda, deja caer, una a una, las emociones de la difícil circunstancia de nuestra naciente patria: melancolía abrumadora, sentimiento por la agonía de una época, percepción de que un orden terminaba y otro se imponía por la fuerzas, sin razón y con el apoyo de los traidores. El día siguiente era un misterio para todos.

Con romanticismo de época, dice el cronista: “Una despedida sin saber el día de regreso tiene algo de semejante a la muerte”.

En el legendario carruaje, con los corceles ya enfilados a Paso del Norte, a la heroica Paso del Norte, se embarcaba un lúcido patriota. En su mente había claridad y en su voluntad valor cívico inigualado hasta ahora.

A partir de ese momento, para todos los liberales, la guerra fue la continuación de la política por otros medios. Los liberales de todos los matices ya habían derrotado, primero con la pluma y luego con las armas, a la reacción política. Primero ganándole la partida al tirano López de Santa Anna, luego promulgando la Constitución Federal de 1857, a continuación decretando la Reforma que sentó las bases para liquidar la Colonia y constituir, por fin, un estado moderno. Y, por último, en San Miguel Calpulalpan humillando, “al sonoro rugir del cañón”, la soberbia de los fueros eclesiásticos y militares y los privilegios escudados en el golpe de estado de Comonfort y las fuerzas de los levantiscos de Tacubaya. Fue el último estertor de la reacción. Pero todo esto no bastó.

Fue necesario continuar la resistencia y organizar e iniciar la guerra patriótica. Estamos acostumbrados a ver en Juárez al político, caracterizado por la unidad de propósitos y su férrea voluntad para sacarlos adelante, y olvidamos al guerrero. Juárez fue un guerrero en la etapa fundamental de su vida. Puedo señalar tres aspectos de su táctica republicana.

En primer lugar, desesperar a Napoleón III -Napoleón Le Petit, como le llamó Víctor Hugo-; en segundo, exasperar mediante la guerrilla a las tropas francesas; y, por último, dar tiempo a la recomposición de los Estados Unidos que, al alimón, pasaban por una de sus más grandes crisis y que, por cierto, no fueron muy generosos a la hora en que una república agredida les requirió de apoyo.

Las guerras, ciudadanos y ciudadanas, no son cosas domésticas, se ganan con una adecuada lectura del proceso internacional y sus implicaciones regionales. Juárez tuvo el genio de sacar las conclusiones del momento y trazar la ruta de la victoria sobre el invasor.

El Siglo XIX liberal nos deja páginas brillantes y dignas de la mejor filosofía de la historia. Con O’Gorman se explica, racionalmente, la lucha de conservadores y liberales y, otros ya desentrañan el real papel del individuo en la historia, ahora que se conceptualiza la reinvención de nuestro pasado, dejando de lado visiones maniqueas y legitimadoras del poder despótico por ello ajenos a la ciencia histórica.

Pero hay aún otro Juárez: el Juárez deificado, el Juárez de utilería de los autoritarios. Durante la dictadura de Porfirio Díaz -es la visión de Octavio Paz- la república liberal no se derrumbó: Porfirio Díaz la convirtió simplemente en un templo hueco para amparar a los caudillos en deshonra de las instituciones. En el siglo XX llegó el letargo del régimen de partido de estado, y hubo mucha liturgia, bastante entreguismo y claudicación ante una rica y envidiable herencia.

Todavía hay preguntas que palpitan en nuestros cerebros y en nuestros corazones: ¿por qué se dio la Reforma Liberal en México? Hay que hacernos cargo, a la hora de la interpretación, que estábamos dejando atrás un pasado colonial, un colonialismo miope como suelen serlo todos, que prohibió la actividad industrial, que le impuso a la Nueva España consumir, a través del mecanismo de los estancos, las manufacturas que ellos previamente decidían, incluido el de los naipes. Se impuso la producción de metales preciosos, pero se abandonó la agricultura a favor de la concentración de la tierra en manos muertas y al comercio lo aniquiló la alcabala. Ahí encontramos las bases de la deformación de nuestra economía y de nuestras dificultades como nación pluricultural y pluriétnica.

Los liberales, buscaron modelos alternativos para dejar atrás el pasado colonial y crear un Estado nuevo. El liberalismo llegó a México, proponiendo libertad política para construir el Estado nacional, que acabara con el privilegio territorial de los beneficiarios del coloniaje y a resolver -con decretos revolucionarios- el papel de la Iglesia Católica en una República avanzada. Son certeras las ideas de Bodino: un Estado debe tener las marcas de la soberanía. Con la jefatura de Juárez, los liberales crearon la unión de un pueblo bajo un poder soberano, laico y constitucional.

Hubo otro propósito, otro ideal: el de la prosperidad individual. Estas cosas nos eran extrañas, reconozcámoslo. Pero ¿cómo llega entonces este oleaje modernizador, abierto por la Revolución Francesa? Fue a través del agravio hiriente, la desigualdad política que excluía a todos -criollos, mestizos, indios, castas- de todo tipo de gobierno, fuera civil, militar o eclesiástico y, particularmente, la desigualdad económica evidenciada en una pobreza insultante y degradante que aún no corregimos.

Hubo dos visiones en el Siglo XIX mexicano, los liberales fueron los revolucionarios, las voces del laicismo y la secularización y, no lo hagamos a un lado, libertarios que vieron en Estados Unidos de Norteamérica al Estado de instituciones y al país de la prosperidad.

Los otros, fueron los conservadores, miraron a la Europa de la Santa Alianza en ese momento ya en retirada por la Revolución de 1848. El golpe militar del 18 Brumario elevó al poder a quien después se declaró Napoleón III.

Pero, insisto: en el centro de la propuesta reformista estaba dejar atrás la Colonia y el colonialismo de último momento, y darle pasó a un capitalismo que en los hechos avasallaba ya a la sociedad tradicional de manera inocultable. De ahí surgió la denominación de reacción política -ideada entre nosotros por Lafragua- porque los conservadores querían regresar al pasado, y quien quiere regresar al pasado recibe, con legitimidad semántica, el título de reaccionario. El pueblo les llamó cangrejos.

Quepa en su descargo que no fueron los únicos que se equivocaron. Cuando en México se libraba una lucha anticolonialista de primera línea, Marx pensaba bajo los cartabones del europeocentrismo, no valoraba el impulso de los pueblos periféricos, él veía la redención en un proletariado industrial que nunca llegó a la utopía anhelada y la descolonización siguió siendo un discurso hueco en boca de los marxistas, a pesar de sus sacrificios.

Valen más las tesis de nuestro Edmundo O’Gorman, porque colocan en la justa dimensión la contradicción entre liberales y conservadores. Había que volver a la realidad que tanto se ha rehuido y arriesgarnos, con honor y denuedo, a decir la verdad: cómo aconteció y darle la razón y reconocérsela a quien la tenía aunque la historia -a la postre- desdijo en perjuicio de ambos los paradigmas geopolíticos propuestos para la acción.

Una verdad se abre paso: ya no más mitos unificadores de la República, lo que vale de la herencia juarista es que la legitimidad de la representación política la deciden aquí y, en todo el mundo democrático, los ciudadanos y las ciudadanas.

México conquistó con sangre su derecho inalienable a ser libre. Obtuvo entonces su lugar como estado soberano. Lo que fue la guerra contra los imperialistas, pronto se tornó de nuevo en política. La época más brillante de la política nacional: la República restaurada que se inicia cuando Juárez parte de Paso del Norte para llegar a la capital, vencedor, humillando a los franceses, los reaccionarios traidores y un imperio detestado por los mexicanos en todas las regiones.

La República restaurada fue un intermezzo democrático: hubo poderes independientes, se decretó una amnistía para todos, hubo magistrados, prensa y periodistas libres. Existió laicismo durante 10 años, laicismo de existencia cívica con nuevas escuelas y nueva filosofía de la educación, haciendo a un lado el fanatismo tradicional e intolerante. Fue un laicismo real. Y, lo más importante, en un mundo de codicia imperial y colonial, lograron los liberales respetabilidad internacional. Con la separación de la iglesia y estado, de un solo tajo la soberanía empezó a realizar su papel en un Estado que se precia de serlo. Fue la época en la que existieron hombres de verdad y políticos de alta estatura para la política y para la moral de la responsabilidad y perdónenme las mujeres y las etnias originarias, pero en el Siglo XIX liberal las cosmovisiones aún no las tomaban, injustamente, en cuenta. La deuda la cobra el tiempo.

Fue la época de la crítica abierta en que un magistrado de la Suprema Corte o un fiscal podían criticar al presidente y no les pasaba nada; era la época de hombres independientes, como lo dijo Cossío Villegas, fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independientes porque tenían cualidades republicanas. Ignacio Manuel Altamirano -pongamos por ejemplo al hombre de Tixtla- quiso ver en Benito Juárez al ciudadano que se retiraba a la vida privada como en su momento lo hizo George Washington, pero -todos lo sabemos- Juárez se obstinó en el poder y murió con él. El cuestionamiento de Altamirano hoy pasa por exceso o falto de generosidad. En materia de libertad, empero, más valen estos excesos que el silencio mediocre o la autocensura de la que somos testigos y víctimas todos a un mismo tiempo y en esta época.

A los que pensaban que el estado se construía porque había sueldos o prebendas o canonjías vitalicias, Altamirano les dijo muy claramente y creo que estas palabras suenan bien ahora: “¡Estoy pobre, porque no he querido robar! ¡Siempre va más alto el que camina sin remordimiento y sin manchas!”

Luego de la República restaurada se abrió, titubeante primero y luego a paso firme, la dictadura de Porfirio Díaz. De nuevo apareció la simulación y el privilegio y se inició un claudicante culto a Juárez, del que se salvan muy pocos críticos e intelectuales de aquella época y no se diga de los tiempos que sobrevinieron al patricio. Obvio que a esta claudicación se adosó -piezas clave que nunca faltan- también la voz de los detractores, entre ellos haciendo figura señera, Francisco Bulnes.

Hay una herencia hoy en deliberación. En esta circunstancia histórica del país, la herencia de la República restaurada está a debate. En 2006 ¿se acabó la reacción? Me pregunto: ¿estamos, ahora, en condiciones de desterrar de nuestro lenguaje aquella frase de Juárez, “los reaccionarios, que al fin son mexicanos? ¡Quién lo sabe! Cuando en breve el péndulo de la historia vibre en la izquierda, me auto interrogo: ¿surgirá “la nueva reacción” ansiosa de volver al autoritarismo atroz, del que aún no nos libertamos?

Aprendamos las lecciones, aprendamos con Juárez que el destino de la humanidad es la democracia y la libertad ciudadana su indestructible arma.

Hemos avanzado, y aquí viene la parte medular de mi intervención. En 1939 las banderas desteñidas de la reacción, estaban absolutamente vencidas, las armas ya no eran el instrumento, como en el Siglo XIX. No había otro camino para luchar por el poder político que no fuera el camino del proceso electoral.

La izquierda en aquel tiempo no pudo construir un discurso para la nueva práctica. Fracasaron Lombardo, Bassols, Laborde. Se malograron muchos en ese intento; pero no tengo dudas que en ese año Gómez Morín logró hacer de la reacción la derecha mexicana. La historia había cambiado, aunque en la circunstancia se combatía un socialismo que no cabía -como nota esencial de definición- en los gobiernos emanados de la Revolución de 1910.

Los Estados Unidos, ya habían dejado de ser el motivo de la polémica entre liberales y conservadores. En ese año Europa se veía muy lejana y, además, muy peligrosa. Era la época de los totalitarismos de todo tipo, de izquierda y de derecha.

Fue la coyuntura en la que se definió que la pugna entre los mexicanos había cobrado otro matiz. Hoy escuchamos al secretario de Gobernación, Carlos Abascal: quiere regresar al viejo molde. El es parte de esa reacción histórica, afortunadamente ya sin dientes.

La aparición de una poderosa izquierda democrática, moderna, incluyente, igualitaria y constitucional se abre paso y tiene en el liberalismo juarista un invaluable antecedente. Estos ideales -me apoyo en Bobbio- resisten el paso del tiempo y la variación de las circunstancias y son el uno para el otro, a pesar de los buenos oficios de la razón conciliadora, irreductibles. El dilema del hombre moderno, de la mujer moderna, es la división entre izquierda y derecha y es permeada la disección por la existencia del hombre liberal y el hombre socialista democrático.

Juárez nos enseñó a ser demócratas. Él no temió, por ejemplo, proponer las mismísimas leyes constitucionales de 1857 a la consulta plebiscitaria. ¿Quién, después de él, ha hecho una propuesta similar?

Como en el pasado irreductible de liberales y conservadores, el futuro es el de una izquierda que quiere a toda costa la igualdad y una derecha que va a resistir esa finalidad. Hay muchas definiciones actuales en la escena internacional y la lectura de lo que es Juárez, nos ayuda a dilucidar este momento.

No fue ciertamente un dios, mucho menos el espíritu absoluto en un carruaje, jamás un anticristo. Quienes hicieron oratoria de segunda, hablaron de su temple, que lo tuvo; hablaron del estadista impasible que fue, alterado seguramente como el cúmulo de los humanos, y nos hablan también del visionario y profeta perfecto. Pero yo me quedo con la lectura de don Daniel Cossío, Juárez fue un hombre de principios que no es lo mismo y es mejor, un estupendo político, con una pasión devoradora por la política que terminó por consumirlo y por una capacidad de lucha y trabajo que llegaba al placer. Fue honrado y también hay un don que no ha de regateársele y frecuentemente olvidado: fue flexible, conciliador y delegante de poderes, no nada más los jurídicos, sino también los reales.

Su legado es la democracia, la soberanía real, el estado con responsabilidad con los pobres, la responsabilidad como obligación de gobernantes a ser austeros y probos. Su herencia central para el México de hoy es el nuevo Estado Constitucional de Derecho. Aquí conviene que nos detengamos.

El Estado Constitucional de Derecho precisa el ejercicio limitado del poder y el equilibrio entre los existentes, la rendición de cuentas y el respeto de los derechos humanos. Dos principios inspiran al nuevo constitucionalismo: la democracia y la observancia de los derechos fundamentales. Ambos conceptos, legado del liberalismo juarista, se han amoldado a las nuevas realidades. Hoy en día, la democracia supone el origen electivo de las autoridades, diseños institucionales que promueven la moderación, el profesionalismo de la función pública y el control. Los derechos humanos, por su parte, implican la obligación del Estado y la sociedad de promover, proteger y garantizar la observancia plena de los derechos básicos a partir del reconocimiento de su indivisibilidad, interdependencia y universalidad.

México -al igual que en 1857- precisa de una nueva constitucionalidad. El poder no debe seguir ejerciéndose en las coordenadas jurídicas de un régimen diseñado para el autoritarismo. La nueva constitucionalidad, producto de una alta convergencia de voluntades, debe fomentar la independencia y profesionalismo de los Poderes Judicial y Legislativo, la autonomía de los órganos constitucionales emergentes, la redistribución de las facultades entre la Federación, estados y municipios, el control ciudadano del poder y la fiscalización de la actividad pública. La autoridad debe fomentar una cultura de la juridicidad, inspirada en la diversidad, el laicismo, la tolerancia y la moderación republicana. Propuestas de Juárez que cobran extraordinaria actualidad.

Estas son las razones por las que a Juárez nadie ha podido borrarlo de nuestra historia y de la historia latinoamericana.

Cierto, vale lo que dijo don Jesús Urueta, hace 100 años en el desaparecido Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua y que hoy nos lo recordó el diputado José Luis Canales de la Vega: no lo han cercenado porque hay una razón: no se puede arrancar al corazón de la patria sin arrancarle a la patria el corazón.

21 marzo 2006

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